Angelus Novus

Angelus Novus
Walter Benjamin, Tesis IX

Roberto Esposito



Violento estado de excepción

La ejecución de Bin Laden por los Estados Unidos, afirma el filósofo italiano Roberto Esposito en esta entrevista, demuestra que en el horizonte biopolítico la soberanía Se expresa “desactivando la ley”.

POR MARIO GOLDENBERG

Roberto Esposito es uno de los principales exponentes actuales en el campo de la filosofía política. Profesor de Historia de las Doctrinas Políticas y director del Departamento de Filosofía y Política del Instituto Italiano di Scienze Umane de Nápoles, visitó la Argentina en 2006 y dictó en la Biblioteca Nacional la conferencia “Filosofía y biopolítica”, acompañado por Edgardo Castro y Samuel Cabanchik. Años después, en otra de sus visitas al país dictó la conferencia “Persona y vida humana”, tras la cual, tuve oportunidad de compartir con él una cena; conversamos largamente y acordamos esta entrevista, que finalmente hicimos por mail para Ñ . En ella, el autor de Categorías de los impolítico se explaya sobre diversos temas: el aporte de Freud a la filosofía política, la violencia en las escuelas, su modo de pensar la comunidad, sus diferencias con el pensamiento de Foucault y la muerte de Osama Bin Laden.
¿Cómo cree usted que se modificó la relación entre comunidad y violencia con la llegada de la globalización y cuáles son los efectos que todavía sentimos?
La globalización es un fenómeno estructuralmente ambivalente, con efectos contrastantes entre ellos. Por un lado, tiende a reconstruir un mundo común, eliminando o debilitando los límites inmunitarios que separan los diversos Estados y las diversas comunidades. En este sentido, debería reducir la violencia soberana a la que se hizo presente en el tiempo de la Guerra Fría, entre los dos bloques separados por el Muro de Berlín. Por otro lado, sin embargo, justamente tal contaminación generalizada provoca un nuevo y todavía más potente rechazo inmunitario, llevando a la edificación de nuevos muros y barreras defensivas. Desde este punto de vista, tal como ha sido visto claramente, sobre todo a partir del atentado a las Torres Gemelas, la globalización puede producir una explosión de violencia incluso más fuerte que aquella que pretende eliminar.
¿Cuál es para usted el aporte de Freud a la filosofía política? 
La contribución de Freud a la filosofía política fue fundamental. Semejante a la de Nietzsche como capacidad crítica respecto de la concepción llanamente racionalista y normativa de la tradición de origen anglosajón. La idea de pulsiones inconscientes en la base de nuestro comportamiento, deconstruye la representación de una democracia como resultado de una elección racional y voluntaria por parte de los sujetos. Pero más en general, también aquí en singular paralelo con Nietzsche, Freud niega la posibilidad de pensar la subjetividad política como un conjunto de individuos anoticiados de su propio bien y dispuestos a realizarlo. Freud nos recuerda la inextricable relación entre razón y cuerpo, interés y pasión, pulsión y voluntad. Desde este punto de vista, anticipa el discurso sobre la filosofía de lo impersonal que he desarrollado sobre todo en Tercera persona.
Partiendo de su concepto de comunidad, ¿cuáles son las diferencias que encuentra entre conceptos aparentemente similares como la masa freudiana, la muchedumbre de Le Bon y la multitud de Antonio Negri? 
La masa freudiana es una masa compacta, como aquella de la que a su modo habla Elías Canetti. La muchedumbre de Le Bon también es concebida como un flujo móvil destinado a devenir en presa de líderes carismáticos que la utilicen con fines propios. La multitud sobre la cual habla Negri es en cambio –al menos según él– un conjunto de singularidades que jamás se ha transformado en pueblo y por lo tanto no fue nunca unificado o unificable bajo una forma institucional. Ninguna de estas categorías es asimilable a mi idea de comunidad, entendida como la recíproca donación (del término latín 
munus ) de sujetos constitutivamente alterados y contaminados. A lo sumo, la masa freudiana y la muchedumbre de Le Bon remiten a la dinámica de la inmunización que, en mi aparato teórico, se ubica en el polo contrario al de la communitas .
¿Considera que la indiferenciación introducida por la globalización pudo haber contribuido a la manifestación de las nuevas formas de violencia que encontramos por ejemplo en las escuelas? 
La violencia en las escuelas no es más que el espejo de la violencia difundida en toda la sociedad. Tendría que ser mirada en el interior de este contexto. Por lo cual ella misma, si no es un efecto directo, al menos es un efecto posible de las dinámicas globalizantes. Luego, debiera decirse que la población escolar se encuentra todavía más expuesta que otros a la crisis económica en curso. Las posibilidades de trabajo futuro disminuyen a simple vista, y esto determina una situación potencialmente explosiva. También en Europa, la Escuela y la Universidad son sacudidas por estremecedores episodios de violencia destinados a aumentar, si no se tiende hacia una radical reconversión de los actuales preceptos económicos y sociales.
La violencia ha estado siempre presente en la historia de las comunidades bajo la forma de guerras, masacres, homicidios, genocidios, campos de concentración. Sin embargo, en las últimas décadas, han aparecido otras formas de violencia que a simple vista se presentan “sin sentido”, más vinculadas a una forma de violencia comprendida dentro de la cultura del espectáculo o bien de la diversión. ¿Qué piensa sobre esto? 
Es verdad. Se han registrado casos de violencia extrema, cometida sobre menores o sobre ciudadanos inmigrantes, con un único fin espectacular o de “diversión”. Esto está relacionado, por un lado al nihilismo imperante, es decir con la fuga de sentido, que atraviesa hace tiempo nuestras sociedades. Por otro lado se relaciona con la relevancia siempre mayor de los medios de comunicación, que produce efectos de emulación en la expresión de una violencia descontrolada. En este sentido, las películas que vemos a diario en la televisión vincula la violencia a menudo con la sexualidad, y aparece aún más espectacular y por ello más reproducible dentro de la sociedad del espectáculo en la cual estamos sumergidos. El viraje decisivo de la biopolítica también incide en esta dinámica a través de la directa relación entre poder y cuerpo. La violencia sobre los cuerpos es hoy entendida como la medida del poder de quien la ejercita.
¿Cuáles son las principales diferencias entre el concepto de biopolítica de Foucault y el suyo? 
Naturalmente, yo mismo partí de las investigaciones fundamentales de Foucault sobre la relación entre política y vida biológica. La diferencia está en el hecho de que los dos términos de “bios” y “política” en Foucault son entendidos inicialmente como separados y sólo sucesivamente unidos en una relación de dominio que somete el uno al otro, mientras que yo he buscado pensarlos juntos desde el comienzo. La categoría mediante la cual me fue posible realizar esta operación es la de “inmunización”. Construido sobre la base del derecho y de la biología, el concepto de inmunización me ha proporcionado la llave para superar el 
impasse de Foucault sobre la relación entre soberanía y biopolítica. Como así también para reconocer, en el interior de la categoría de biopolítica, una diferencia entre tanatopolítica y biopolítica afirmativa.
Mientras que la primera, la tanatopolítica se practica sobre la vida, tal como ha sido practicada por el nazismo pero no sólo por él; la segunda, la biopolítica afirmativa, debe ser pensada como una política de la vida misma.
Lo traigo a un hecho que sacudió recientemente la política internacional. ¿Cuál es su lectura de la muerte de Bin Laden? 
La ejecución de Bin Laden señala, de la manera más evidente, la superioridad de lo político sobre lo jurídico que caracteriza la soberanía americana. Estados Unidos sabe bien que, para ser coherente con el discurso democrático, fundado sobre los derechos individuales y la separación de los poderes, habría sido oportuno capturar a Bin Laden y someterlo a debido proceso, pero consideró esta opción muy riesgosa por los efectos que podría haber provocado en el mundo islámico. Si no se conservó el cuerpo muerto de Bin Laden ni siquiera por un día, jamás lo habrían mantenido con vida por un periodo de tiempo todavía mas largo. Esto significa que, en un régimen que es al mismo tiempo soberano y biopolítico, como es el estadounidense, el discurso jurídico está destinado a ser siempre superado o lacerado por lo político. Como muy bien ha explicado Schmitt, lo político se define  en una relación entre amigo y enemigo que prevé siempre la aniquilación física del adversario. Mientras que en la era moderna, la soberanía funcionaba instituyendo la ley, hoy, en el horizonte biopolítico, ésta se expresa desactivando la ley, es decir, abriendo una grieta, un breve estado de excepción, dentro del cual se procede en un modo político- militar.                  
M. Goldenberg es psicoanalista.
Traduccion de Gisela Baldini.




Un pensador ineludible

Pueden distinguirse dos etapas en la obra de Esposito, profesor del Instituto Universitario Oriental de Nápoles y consejero y editor de filosofía en varias revistas y editoriales italianas. La primera fue un intento de deconstruir todos los elementos de la teoría política clásica recurriendo a varios tipos de fuentes, desde los nombres obligados (Hobbes, Rousseau, Kant, Arendt) hasta las figuras laterales de la tradición política (Georges Bataille, Simone Weil). En la segunda etapa se ubicanCommunitas. Origen y destino de la comunidad, Immunitas. Protección y negación de la vida, yBíos. Biopolítica y filosofía. Aquí Esposito lleva su hermenéutica al terreno de las nociones que discute la filosofía política actual, como las de comunidad o biopolítica, en aquellos puntos que se cruzan con fenómenos actuales que requieren una interpretación consistente, como el terrorismo, la ingeniería genética o los problemas inmigratorios. También se puede decir que, en lugar de tratarse de dos etapas diferenciadas, la obra de Esposito describe la trayectoria de las aves rapaces cuando se dirigen hacia la presa: círculos amplios y aparentemente sin rumbo que van ajustándose mientras descienden a la tierra.La filosofía política italiana está de moda en nuestro país. El indicio se advirtió el año pasado, cuando la visita de Giorgio Agamben atrajo gran cantidad de público. La confirmación vendrá la semana próxima, cuando coincidan las llegadas de Roberto Esposito y Paolo Virno con la publicación en castellano no de uno, sino de varios libros de sus autorías. Se recordará que, junto con Toni Negri y Michael Hardt, Virno ocupó un primer plano en la Argentina cuando la crisis de fines de 2001 puso sobre el tapete, justamente, los conceptos de "biopolítica", "imperio" y "multitud" sobre el telón de fondo de una fractura interpretativa de la izquierda acerca de la situación del orden social contemporáneo. Quizás lo más notorio de estos autores es que, más allá de las agudas diferencias que los separan, constituyen la herencia más potente de la generación francesa de Foucault, Deleuze, Derrida y Lyotard.
Communitas, Immunitas y Bíos se relacionan de un modo preciso. Communitas se dirige al problema de la comunidad, que en los años 80 había sido recuperado del pensamiento político de Bataille en Europa y en los años 90 fue puesto como pieza central de la teoría política norteamericana del comunitarismo, al tiempo que adquiría relevancia por la caída de los regímenes comunistas. Se trata, para Esposito, de refutar toda consideración positiva de la comunidad como un conjunto social que, a diferencia de la sociedad, construye lazos de identidad perdurables. Mediante la raíz del término munus , que le permite rastrear precisamente una historia posible de la identidad en Occidente, Esposito llega al problema de la inmunidad, el reverso de la comunidad, aquel aspecto que en una sociedad y en un individuo señala los factores de agresión y la construcción de límites para calificar lo propio y lo ajeno. La immunitas circula hoy entre el crecimiento de las enfermedades autoinmunes y la "guerra contra el terrorismo", pasando por el supuesto dominio del "individualismo" en las relaciones sociales y la llamada "inmunidad diplomática". Para Esposito, todos estos fenómenos constituyen síntomas de diversas fracturas en lo que entendemos por interior y exterior, vida y muerte o persona y mundo, fracturas que tienen consecuencias incalculables.
Bíos retoma los dos aspectos que Immunitas había planteado como interrogantes de la época: cuál será el nuevo "biologicismo" que se expresa en la sociedad actual -como lo fue el evolucionismo en el siglo XIX- y qué definición de vida correspondería construir para salir de la jaula "biologicista". De este modo, como Communitas respecto de la comunidad, Esposito se topa de frente con un término estrella: la biopolítica. La cuestión divide aguas. Mientras que Esposito afirma que él pretende darle a la biopolítica un sentido moderno, y no anclarlo en la ontología misma de la política occidental como Agamben, Virno comienza a desprenderse del término toda vez que no signifique "utilización de la fuerza de trabajo", en un sentido derivado del marxismo, y Negri lo convierte en lo que une todos los fenómenos políticos actuales, sin distinción de niveles.
Esposito comienza por señalar las ambivalencias del concepto foucaultiano de biopolítica, entendida como la gestión política de la vida en sus más diversas acepciones a través del cuerpo individual, social, político y biológico, y lo coloca en el contexto de la literatura anglosajona y alemana sobre el tema. Para Esposito es necesario distinguir política sobre la vida y política de la vida. La primera asume que la política es una fuerza externa a la vida que impacta en el cuerpo en una relación de sujeción. Esto retrata a la perfección el camino político de la modernidad. El contractualismo, la teoría que afirma que los hombres abandonaron el estado de naturaleza para sellar un pacto que constituyera la sociedad, tiene como eje la conservación de la vida, que no puede ser asegurada en aquel estado natural. Eso mismo se manifestó en el nazismo bajo el inmenso poder de muerte que desplegó: matar para que viva mejor aquello que "merece" vivir. La conservación de la vida, objetivo central del contractualismo, tuvo entonces su realización más mortífera en el nazismo. Pero no hay que pensar que este último representó un clímax que luego cedió paso a otra época. Nuestro tiempo, entre la revolución biológica de la inmunología y la genética y la extensión de aquellos aparatos políticos que disponen libremente de la vida de poblaciones enteras de un modo cada vez menos disimulado por las libertades civiles, es enteramente biopolítico. Sin embargo, en esta afirmación se desliza la inflación del término: si todo es biopolítica, nada es biopolítica, o nada se quiere decir al invocarla.
Para Esposito, la única salida es plantear una política de la vida, una reflexión que abandone de entrada la discusión sobre la vida en los términos planteados por el nexo entre política y biología. Así, el teórico italiano comienza a trazar, entre las grietas de la obra de Foucault, una genealogía que hace honor justamente a la del filósofo francés. El ápice de la reflexión biopolítica en sentido positivo y no sólo negativo es Friedrich Nietzsche. Es él quien elevó con la voluntad de poder el nexo entre política y cuerpo y entre cuerpo y vida. Según Esposito, Nietzsche representa tanto la deriva más dramática posible de la biopolítica como la potencia que desanuda la relación con la vida biológica. De allí que la genealogía siga hacia atrás en el tiempo con Spinoza, cuya frase "nadie sabe lo que puede un cuerpo" contiene el potencial de otra noción de vida. Vale la pena recordar no sólo que ambos filósofos están en la base del pensamiento de Gilles Deleuze, sino también que Spinoza es la clave de las teorías de la multitud para construir una teoría política no contractualista.
La política de la vida asume la coincidencia entre política, vida y cuerpo para combatir, casi de modo existencial, la biopolítica tradicional que separa los términos para poner a uno de ellos en posición de sojuzgar a los demás. En las páginas finales de Bíos , Esposito explica que la filosofía política moderna, claramente inmunitaria, suponía que la conservación de la vida sólo es posible afirmando la trascendencia de la norma que nos vincula (el poder soberano) y la sujeción (por parte de los ciudadanos) a esa norma trascendente. En este triángulo, la vida es lo único externo al todo social y sólo reingresa bajo formas letales (conservar la vida significa, como en el nazismo, matar a quienes la amenazan). Ahora bien, la política de la vida modifica la definición de vida y la aleja del gobierno de la biología y la medicina, sosteniendo que la vida no es mantener el funcionamiento de un cuerpo según ciertas reglas, sino que es el mismo nexo entre política, cuerpo y vida lo que define la norma de funcionamiento. O sea, la norma deja de ser trascendente y su aceptación no exige sujeción. Esto es lo que Esposito extrae de las obras de Georges Canguilhem, uno de los maestros de Foucault, y del filósofo francés Gilbert Simondon, quien, como Spinoza y Nietzsche, influyó de modo determinante en la obra de Deleuze y está en el centro de la definición de multitud de Virno.
Esta definición de la vida suena extraña para cierto sentido común. Pero vale la pena insistir en ella, sobre todo cuando las matanzas en nombre de mantener la vida están a la orden del día y cuando la genética oficial se esfuerza por hacernos creer que la vida está fuera del cuerpo, que es controlable en abstracto a partir de un mapa de información. Esposito nos invita a volver a preguntarnos qué es la vida y por qué la política occidental moderna se empeñó en querer conservarla a través de la muerte. Según él, sólo así será posible redefinir la política.

Por Pablo Esteban Rodríguez
Para LA NACION -- BUENOS AIRES, 2006
Domingo 17 de septiembre de 2006 | Publicado en edición impresa



Biopolítica y filosofía

El filósofo italiano Roberto Esposito, que en la próxima semana visitará la Argentina para brindar una serie de conferencias, explica en este texto exclusivo cuáles son las líneas directrices de Bíos , su último libro, que, junto a Categorías de lo impolítico , se dará a conocer prontamente en castellano. 
Como he tratado de demostrar en mi libro Bíos (Einaudi 2004), el nazismo constituye el punto culminante de una política de la vida que se invierte en práctica de muerte. Su caída, sin embargo, no ha puesto un punto final a la biopolítica. Lo comprueba el hecho de que, en sus diferentes configuraciones, ésta tiene una historia mucho más amplia y larga que la del régimen que parece haberla llevado a su resultado extremo. La biopolítica no es un producto del nazismo, sino que el nazismo es el producto paroxístico y degenerado de una determinada forma de biopolítica. Se trata de un punto sobre el que conviene insistir con fuerza, porque puede conducir y ya ha conducido a numerosas equivocaciones.
Contrariamente a las ilusiones de los que imaginaron que se podía saltar hacia atrás el paréntesis nazi para reconstruir las mediaciones, los diafragmas institucionales de la fase anterior, vida y política están tan entrelazadas que desatar el nudo que las une es imposible. Al menos en el mundo occidental, esta ilusión ha sido alimentada por el período de paz que se abrió al final de la Segunda Guerra Mundial. Pero, prescindiendo de la circunstancia de que dicha paz (o "no guerra", como ha sido la guerra fría) también se basó en el equilibrio del terror determinado por la amenaza atómica y que, por ello, se encuentra completamente inscrita dentro de una lógica inmunitaria, esa paz no ha hecho más que posponer algunas décadas lo que de todos modos habría sucedido luego. El derrumbe del sistema soviético, interpretado como una victoria definitiva de la democracia contra sus potenciales enemigos e incluso como el fin de la historia, señala, en efecto, el fin de esta ilusión.
El vínculo entre política y vida, que el totalitarismo anudó en una forma para ambas destructiva, todavía está frente a nosotros. Más aún, se puede decir que se ha convertido en el epicentro de toda dinámica políticamente significativa. Desde la importancia cada vez mayor del elemento étnico en las relaciones internacionales hasta el impacto de las biotecnologías sobre el cuerpo humano, desde la centralidad de la cuestión sanitaria como índice privilegiado del funcionamiento del sistema económico-productivo hasta la prioridad de la exigencia de seguridad en todos los programas de gobierno, la política aparece cada vez más acorralada contra la desnuda muralla biológica (si es que no lo está sobre el cuerpo mismo de los ciudadanos de todo el mundo). La progresiva indistinción entre norma y excepción, determinada por la extensión indiscriminada de las legislaciones de emergencia, junto con el flujo creciente de inmigrantes privados de toda identidad jurídica y sometidos al control directo de la policía, señala un deslizamiento ulterior de la política mundial en dirección de la biopolítica.
Es necesario reflexionar también sobre esta situación mundial más allá de las actuales teorías de la globalización. Se puede decir que, contrariamente a cuanto de manera muy diferente sostuvieron Heidegger y Hannah Arendt, la cuestión de la vida forma hoy un todo con la del mundo. La idea filosófica, de derivación fenomenológica, de "mundo de la vida", finalmente, se invierte en aquella simétrica de "vida del mundo". En tanto, el mundo entero aparece cada vez más como un cuerpo unificado por una única amenaza global que, al mismo tiempo, lo mantiene unido y amenaza con hacerlo pedazos. A diferencia de lo que sucedía en otro tiempo, ya no es posible que una parte del mundo (América, Europa) se salve, mientras otra se destruye. El mundo, el mundo entero, su vida, comparte un mismo destino: o todo junto encontrará el modo de sobrevivir o perecerá todo junto.
Los hechos desencadenados por el ataque terrorista del 11 septiembre del 2001 no constituyen, como se dice comúnmente, el principio. Son sólo el detonador de un proceso que se puso en marcha con el final del sistema soviético, el último katéchon (freno) que detuvo los impulsos autodestructivos del mundo sirviéndose de la mordaza del miedo recíproco. Desaparecido este último freno que otorgó al mundo una forma dual, ya no parece que se puedan detener las dinámicas biopolíticas, que se las pueda contener dentro de los viejos muros.
La guerra en Irak señala, quizá, la cima de esta deriva, tanto por el modo en que ha sido presentada como por la forma en que ha sido conducida. La idea de guerra preventiva desplaza radicalmente los términos de la cuestión respecto de las guerras efectivamente combatidas y también respecto de la llamada Guerra Fría. Comparándola con esta última, es como si lo negativo del procedimiento inmunitario se duplicara hasta ocupar todo el escenario. La guerra ya no es más la excepción, el último recurso, el reverso siempre posible, sino la única forma de coexistencia global, la categoría constitutiva de la existencia contemporánea. De allí, consecuencia de la que no hay que sorprenderse, la multiplicación sin límites de los mismos riesgos que se quisieron evitar. El resultado más evidente es la absoluta superposición de los opuestos: paz y guerra, ataque y defensa, vida y muerte están cada vez más aplastados el uno contra el otro.
Si nos detenemos a examinar más en detalle la lógica homicida - y suicida- de las actuales prácticas terroristas, no es difícil reconocer un paso ulterior respecto de la tanatopolítica nazi. No es sólo que la muerte ingrese masivamente en la vida, sino que la vida se constituye en instrumento de muerte. ¿Qué es, específicamente, un kamikaze , sino un fragmento de vida que se arroja sobre otras vidas para producir muerte? ¿Y no se desplaza el objetivo de los atentados terroristas cada vez más hacia las mujeres y los niños, es decir, hacia las fuentes mismas de la vida? La barbarie de la decapitación de los rehenes parece hacernos regresar a la etapa premoderna de los suplicios en las plazas, con un toque hipermoderno constituido por la platea planetaria de Internet, desde la que se puede asistir al espectáculo. Más que oponerse a lo real, lo virtual constituye, en este caso, su más concreta manifestación, en el mismo cuerpo de las víctimas y en la sangre que parece salpicar la pantalla. Nunca como en estos días, la política se practicó sobre los cuerpos y en los cuerpos de víctimas inermes e inocentes. Pero lo más significativo de la actual deriva biopolítica es que la misma prevención respecto del terror de masas tiende a hacer lo mismo que el terror y reproducir sus modalidades. ¿Cómo leer de otro modo los episodios trágicos, como la matanza en el teatro Dubrovska de Moscú, cuando la policía empleó gases letales tanto para los terroristas como para los rehenes? Y, en otro plano, ¿no es también la tortura, practicada abundantemente en las cárceles iraquíes, una muestra ejemplar de política sobre la vida, a mitad de camino entre la incisión sobre el cuerpo de los condenados de "En la colonia penitenciaria"de Kafka y la bestialización del enemigo de matriz nazi? La señal más tangible de la superposición completa entre defensa de la vida y producción de muerte es, quizás, el hecho de que, en la reciente guerra de Afganistán, los mismos aviones hayan lanzado bombas y víveres sobre las mismas poblaciones.
Con todo esto, ¿el discurso puede considerarse cerrado? ¿Es éste el único resultado posible o existe otro modo de practicar o, al menos, de pensar la biopolítica? ¿Es posible una biopolítica afirmativa, productiva, que evite el retorno imparable de la muerte? ¿Es imaginable, para decirlo con otras palabras, una política no sobre la vida, sino de la vida? ¿Y cómo debería o podría configurarse?
Por el momento, una primera y no inútil aclaración. Aunque acepto la legitimidad de otras propuestas, personalmente, desconfío de todo cortocircuito inmediato entre filosofía y política. Su implicación no puede solucionarse con la absoluta superposición. No creo que la tarea de la filosofía sea proponer modelos de instituciones políticas o hacer de la biopolítica un manifiesto revolucionario o, para respetar los gustos, reformista. Mi impresión es que se tiene que recorrer un camino mucho más largo y articulado, que pasa por un esfuerzo específicamente filosófico de nueva elaboración conceptual. Si, como Deleuze cree, la filosofía es la práctica de creación de conceptos adecuados al acontecimiento que nos toca y nos transforma, entonces, éste es el momento de repensar la relación entre política y vida en una forma que en vez de someter la vida a la dirección de la política - lo que manifiestamente ocurrió en el curso del último siglo-, introduzca en la política la potencia de la vida. Lo que cuenta no es confrontarse con la biopolítica desde su exterior, sino afrontarla desde adentro, hasta hacer emerger aquello que, hasta ahora, ha sido aplastado por la figura de su opuesto.
Por supuesto, la referencia a este opuesto es necesaria, al menos para fijar un punto de partida y de contraste. En Bíos elegí el camino más difícil: partir de la derivación más mortífera de la biopolítica -es decir, del nazismo, de sus dispositivos tanatopolíticos- para buscar precisamente en ellos los paradigmas, las claves, los signos invertidos, de una política de la vida diferente. Me doy cuenta de que esto puede parecer chocante, que colisiona con un sentido común que trató durante mucho tiempo, consciente o inconscientemente, de remover la cuestión del nazismo, de lo que el nazismo entendió y, desafortunadamente, practicó como política del bíos (o, para utilizar más correctamente el léxico aristotélico, de la zoé ) . Los tres dispositivos mortíferos del nazismo (naturalmente no sólo de él, como hoy resulta cada vez más evidente) en los que he trabajado se refieren a la normalización absoluta de la vida, es decir, a la clausura del bíos dentro de la ley de su destrucción; a la doble clausura del cuerpo, es decir, a la inmunización homicida y suicida del pueblo alemán dentro de la figura de un único cuerpo racialmente purificado; y, finalmente, a la supresión anticipada del nacimiento como una forma de cancelación de la vida desde el momento de su surgimiento. A estos dispositivos no les contrapuse algo extraño sino, precisamente, su exacto contrario: una vitalización de la norma más allá de todas las actuales filosofías del derecho; el tema (que ya se encontraba en la fenomenología) de la carne , como lo que resiste a toda incorporación presupuesta; y, por último, una política del nacimiento, entendida como producción continua de la diferencia, contra toda práctica identitaria. Sin poder retomar aquí en detalle los argumentos propuestos, todos ellos plantean una conjugación inédita, mediante la reflexión filosófica, entre lenguaje de la vida y forma política. Cuánto de todo esto pueda ir en el sentido constitutivo de una biopolítica afirmativa todavía no lo podemos saber. Lo que puede hacerse por ahora es señalar las huellas, devanar los hilos capaces de adelantar algo que todavía no emerge en el horizonte.
Por Roberto Esposito
Para LA NACION - ROMA, 2006 
Traducción: Edgardo Castro

"Toda filosofía es en sí política"


El programa filosófico del italiano Roberto Esposito, cuya obra circula ahora en español, se define por las nociones de "comunidad", entendida como lo que nos obliga, nos une en la deuda, y la de "inmunidad", intento de autoconservación que domina a la sociedad actual. En esta entrevista exclusiva se refiere al legado de Foucault y Heidegger, y a sus diferencias con Giorgio Agamben y Toni Negri.

EDGARDO CASTRO
"Luego del fracaso epocal de todos los comunismos y de la miseria de todos los individualismos", afirma el filósofo Roberto Esposito en su libroCommunitas, no hay nada más necesario que un pensamiento de la comunidad. ¿Qué tienen en común —se pregunta en otros de sus libros,Immunitas,— "la batalla contra la aparición de una nueva epidemia, la oposición al pedido de extradición de un jefe de estado extranjero acusado de violación de los derechos humanos, el fortalecimiento de las barreras frente a la inmigración clandestina y las estrategias de neutralización del último virus informático"? Nada —responde—, a menos que se vincule cada uno de estos fenómenos con la categoría de inmunidad, que atraviesa todos estos lenguajes particulares.

Su reciente trabajo Bíos comienza con la enumeración de algunos hechos políticamente relevantes de los últimos años: una corte francesa que le reconoce a un niño nacido con graves deficiencias el derecho de denunciar al médico que, por su incorrecto diagnóstico, impidió que su madre abortara; la "guerra humanitaria" en Afganistán; los episodios en el teatro Dubrovska de Moscú, en los cuales, para resolver la situación, un grupo de agentes del gobierno llevó a cabo la masacre con la que amenazaban los terroristas; la epidemia de HIV en la región de Donghu, en China, originada en la venta masiva de sangre que estimula y gerencia directamente el gobierno. En todos estos hechos lo que está en juego es la vida biológica y su relación con el poder.
Comunidad, inmunidad y vida aparecen así como los tres grandes temas que nuestra actualidad política plantea a la filosofía. Para afrontarlo, Esposito se nutre, con una lectura innovadora y un análisis perspicaz, de los autores fundamentales de la filosofía política occidental, desde los antiguos hasta los modernos, de Platón a Foucault, pasando, entre otros, por Maquiavelo, Hobbes y Nietzsche. Pero no se limita sólo a los textos filosóficos, su trabajo se nutre también de una vasta cultura clásica, lingüística e histórica.

En Communitas, Esposito se sustrae a la dialéctica que domina el debate actual acerca de la comunidad, entre lo común y lo propio, pues en ella —a pesar de la oposición— lo común es identificado con su contrario: es común lo que une en una única identidad propia (étnica, territorial, espiritual); tener en común es ser propietarios de algo común. Esposito parte de otra posibilidad etimológica del término communitas, que focaliza el término munus de cum-munus. Es necesario tener presente que munusse dice tanto de lo público como de lo privado; por eso la oposición común/propio y público/privado queda afuera de su esfera semántica. Además, munus puede significar onus (obligación), officium (oficio, función) y donum (don). Las dos primeras acepciones son formas del deber, pero Esposito subraya que también lo es el don. El munus es una forma particular del don: el don obligatorio, aunque suene contradictorio. Un don que se da porque se debe dar y no puede no darse.
La comunidad deja de ser, entonces, aquello que sus miembros tienen en común, algo positivo, de lo que son propietarios; comunidad es el conjunto de personas que están unidas por un deber, por una deuda, por una obligación de dar. La comunidad se vincula, así, con la sustracción y con el sacrificio. "Por ello, la comunidad no puede ser pensada como un cuerpo, una corporación, donde los individuos se fundan en un individuo más grande. Pero tampoco puede ser entendida como un recíproco 'reconocimiento' intersubjetivo en el que ellos se reflejan confirmando su identidad inicial."

A partir de aquí, Esposito seguirá la relación comunidad/sacrificio en el discurso político-filosófico moderno a través de cuatro conceptos-clave: culpa (J.-J. Rousseau), ley (I. Kant), apertura estática (M. Heidegger) y experiencia soberana (G. Bataille).
En Immunitas, nos encontramos con un análisis etimológico-conceptual, paralelo y complementario al de communitas. Inmune es, en un primer sentido, el que está privado o dispensado de una obligación, de un deber, de un munus. Inmune resulta, entonces, un concepto negativo. Pero, en la medida en que el munus del que se está dispensado es aquel que los otros tienen en común, inmune expresa también una comparación. Se trata "de la diversidad respecto de la condición de los otros".

Ahora bien, desplazándose del ámbito jurídico al biomédico, la inmunidad adquiere otro sentido. En este caso, expresa "la refractariedad del organismo respecto del peligro de contraer una enfermedad". Aunque este sentido es antiguo, el concepto sufre una transformación en el siglo XIX, en relación con la práctica de la vacunación y con la introducción de la noción de inmunidad adquirida. Una forma atenuada e inducida de infección puede prevenir, en efecto, una enfermedad. Se trata de proteger la vida haciéndole probar la muerte. Esta aporía atraviesa todos los lenguajes de la modernidad. Así, por ejemplo, la violencia es uno de los componentes del aparato jurídico-institucional destinado a reprimirla. El objeto del libro es, precisamente, estudiar esta aporía, la relación entre protección y negación de la vida, como la forma constitutiva de la modernidad política.

El tema de Bíos es la relación entre la filosofía y la biopolítica (es decir, una política de la vida). A la luz de esta problemática, los tres primeros capítulos se ocupan de Foucault, Hobbes y de Nietzsche. El cuarto está dedicado a la tanatopolítica y el último a una filosofía del bíos después del nazismo. La tarea de su filosofía, nos advierte el autor, no es proponer acciones políticas o convertir a la biopolítica en la nueva bandera de un manifiesto revolucionario o reformista. Sin negar, con ello, que la filosofía pueda efectivamente actuar sobre la política. La propuesta de Esposito no es "pensar la vida en función de la política, sino pensar la política en la forma misma de la vida". En última instancia, se trata de invertir el signo negativo que, con el paradigma inmunitario, acompañó hasta ahora a la biopolítica.
Communitas. Origen y destino de la comunidad se publicó en Italia en 1998 y Amorrortu la tradujo al español en 2003. La misma editorial publicará en breve Immunitas. Protección y negación de la vida, cuya edición original es de 2002. Bíos. Biopolítica y filosofía, aparecido en Italia el año pasado, cierra por ahora esta trilogía imprescindible.
—Desde hace algunos años asistimos —en sus trabajos y en los de Giorgio Agamben— a un renacimiento de la filosofía política italiana. ¿A qué lo atribuiría?

—Se puede dar una primera respuesta partiendo del carácter específico de la filosofía italiana. Sin querer volver al mito de las filosofías nacionales, del siglo XIX, si la vocación general de la filosofía anglosajona es analítica, la de la filosofía alemana es metafísico-hermenéutica y la de la francesa, crítico-desconstructiva, es indudable que la característica peculiar de la tradición filosófica italiana es la política. No es casual que los dos mayores autores italianos sean Maquiavelo y Vico. También Croce y Gramsci, aunque de manera diferente, pertenecen al horizonte ético-político. Naturalmente, hay filósofos italianos que trabajan en dirección analítica o hermenéutica, o que se ocupan de la relación entre la filosofía y la teología. Pero, por ello mismo, corren el riesgo de quedar sumergidos por tradiciones más fuertes en estos campos, como la anglosajona y la alemana. A esta respuesta, que recurre a una raíz lejana, hay que agregar otra respecto de la dimensión contemporánea de la filosofía. Pienso en lo que Foucault llamó ontología de la actualidad, retomando de manera original la fórmula hegeliana delpropio tiempo aprehendido con el pensamiento. Ciertamente, son muchos los estilos del trabajo filosófico, pero una filosofía que no parta de una interrogación radical sobre el propio presente, sobre lo que lo connota y lo transforma de modo esencial, pierde gran parte de su sentido. Y no hay duda de que la política, de cualquier modo que se la entienda (como relación o como conflicto, como comunidad o como guerra) está cada vez más en el centro de nuestra vida. Incluso en el sentido radical de la reflexión biopolítica. El punto de vista del que parte mi reflexión, como la de Agamben, es que hoy no tiene más sentido una práctica filosófica centrada sobre sí misma, dedicada a recorrer su propia historia o absorta en problemas de lógica abstracta. En este sentido, Georges Canguilhem, autor cercano a Foucault, pudo escribir que "la filosofía es una reflexión para la cual toda materia extraña es buena. Más aún, podríamos decir: para la cual toda materia buena tiene que ser extraña". Y Gilles Deleuze consideraba que "El filósofo tiene que llegar a ser no-filósofo, para que la no-filosofía se convierta en la tierra y el pueblo de la filosofía". Este es el sentido específico que hay que dar a la idea, de otro modo incomprensible, de "fin de la filosofía". Lo que ha acabado es, indudablemente, una concepción endogámica, autorreferencial de la filosofía (es decir, toda práctica filosófica que se asuma a sí misma como objeto propio). En cambio, asistimos desde hace tiempo a un proceso, cada vez más fuerte, de exteriorización de la filosofía, de rebasamiento del pensar en el espacio en movimiento del propio afuera. En el momento en que todos los acontecimientos (de la relación entre la paz y la guerra a la relación entre la técnica y la vida biológica) asumen por sí mismos una dimensión sumamente problemática, la filosofía contemporánea no puede no hacerse política. No en el sentido de la disciplina académica de la filosofía política, como parte de la filosofía, sino en aquel, más radical, que la filosofía es en sí, constitutivamente, política.
-Encuentro en sus trabajos una decisiva influencia de Heidegger y de Foucault.

—Es verdad que ambos están muy presentes en mi trabajo. Pero en momentos diferentes y con diferente intensidad. En cuanto a Heidegger, es difícil imaginar una investigación filosófica que pueda ignorarlo o no estar influenciada por él; aunque sea de manera polémica como a menudo ocurre. Pero no me siento un heideggeriano, suponiendo que esta expresión tenga sentido. En mi ensayo sobre la comunidad, conecté el catastrófico error político de Heidegger con algunos aspectos de su pensamiento. Pero ello no excluye su extraordinario peso en toda la filosofía de nuestros días. En particular, mi libro Categorías de lo impolítico se ve influido por la reflexión heideggeriana. Lo que quise hacer —no sé con qué resultados— fue someter los conceptos políticos de la modernidad a una desconstrucción tan intensa como aquella a la que Heidegger sometió las categorías de la tradición filosófica y Nietzsche las ideas morales. Partí de la tesis de que las categorías políticas modernas (soberanía, poder, libertad, etc.) habían entrado en una zona de insignificancia o, mejor aún, de contradicción consigo mismas. Y por ello, que era necesario tener una mirada diferente (precisamente impolítica, aunque no apolítica ni antipolítica), capaz no de reactivarlas, sino de llevarlas a su agotamiento definitivo; y ello, con la conciencia, también de derivación heideggeriana, de que por el momento no existe otro lenguaje afirmativo, constructivo o normativo para pensar la política. En este horizonte argumentativo, en el que me moví hasta la mitad de los años 90,Communitas sirve de bisagra entre las dos fases de mi reflexión. En un momento me encontré con la temática biopolítica de Foucault. Ya había utilizado el dispositivo foucaultiano —en particular respecto del nexo entre saber y poder—, pero lo que me dio una nueva clave de pensamiento para abordar la política fue el Foucault de mitad de los años 70, en particular los cursos sobre la biopolítica ahora publicados completos. Este nuevo encuentro con Foucault no debe ser entendido como la negación del recorrido anterior, más permeable a Heidegger, sino como su necesario complemento. La idea de la crisis irreversible del léxico político moderno es común a las dos etapas de mi trabajo. Los conceptos de soberanía, de derechos individuales, de democracia todavía están en pie, pero su efecto de sentido se encuentra debilitado y modificado respecto de su sentido originario. Siguiendo a Foucault, entendí que la retirada o el debilitamiento de este lenguaje clásico no agota el horizonte argumentativo, sino que abre otra escena, muestra otra lógica, antes escondida en las viejas categorías: la de la biopolítica, precisamente. Tampoco Foucault debe ser tomado en bloque. No sólo porque su discurso queda interrumpido y suspendido, sino porque presenta algunas contradicciones y desplazamientos internos, los que traté de sacar a la luz, críticamente, en Bíos.
—¿Cómo se relacionan sus trabajos y los de Agamben? ¿Cuál sería el vínculo entre "inmunidad" y "estado de excepción"?

—Más allá de algunas analogías externas, como el origen literario de nuestros recorridos, que explican algunas afinidades estilísticas y también la común atención filológica a textos poco conocidos o desconocidos; respecto de la biopolítica hay otra afinidad que distingue nuestra posición de otras lecturas. Me refiero al distanciamiento en relación con una interpretación completamente afirmativa, casi eufórica, de la biopolítica; distanciamiento respecto de la idea de que el biopoder esté necesariamente destinado a convertirse en política de la vida, bajo el impulso irrefrenable de la multitud, como piensa el amigo Toni Negri, por ejemplo. Agamben y yo dirigimos nuestra mirada hacia lo negativo, hacia las características terribles que ha asumido la biopolítica, no sólo en el siglo pasado. Pero esta cercanía de método y de tono no tiene que hacer perder de vista las marcadas diferencias entre ambos. Antes que a los paradigmas deinmunidad y de estado de excepción, estas diferencias conciernen a una cuestión preliminar: precisamente a la relación entre Heidegger y Foucault. Digamos que Agamben está más cerca de Heidegger, que lee la biopolítica en clave ontológica, mientras que yo la interpreto en sentido genealógico. Para Agamben, a diferencia de Foucault, la biopolítica no es un fenómeno esencialmente moderno sino que nace con la política occidental. Coherentemente, Agamben no establece ninguna diferencia —como sí lo hace Foucault— entre soberanía y biopolítica. Para él, la biopolítica es la expresión más intensa de la superposición entre derecho y violencia que constituye la forma excluyente del bando soberano. Una vez asumida hasta el final la tesis de Carl Schmitt: que es soberano quien decide sobre el estado de excepción, se sigue no sólo el carácter mortífero de toda la política occidental, sino también que el campo de concentración constituye su paradigma más propio. Respecto de esta radical deshistorización, mi perspectiva resulta más articulada y menos alejada de Foucault. Si bien no sacrifica la teoría en aras de la historia, tampoco diluye el método genealógico en el plano ontológico. El instrumento que me permite mantener juntos estos dos ejes del discurso (no perder ni la unidad del tema ni sus declinaciones históricas) es, precisamente, el paradigma de la inmunidad. En relación con la posición de Agamben, a la que reconozco toda su fuerza y sutileza, la categoría de inmunidad ofrece otra ventaja: reúne en un mismo horizonte de sentido la dimensión jurídico-política y la biológica; los dos sentidos predominantes del concepto de inmunidad. Así, los dos polos de la bio-política (vida y política) aparecen unidos en un modo que no requiere necesariamente de una apropiación violenta del uno por parte del otro. Si esto es verdad, la apropiación de la vida por parte del poder no es un destino ontológico, sino una condición histórica y reversible. De ahí que la vida no es nunca vida desnuda, como dice Agamben. La vida está siempre formada, es una forma de vida. También lavida desnuda, cuando aparece, aunque negativamente, es una forma de vida.
—La "inmunidad" es para usted paradigma interpretativo de la modernidad. ¿Por qué?

—La categoría de inmunidad, cómo protección de la vida mediante un instrumento negativo es antigua. En forma implícita e inconsciente, nace con la modernidad. Antes de ser traducida dialécticamente por Hegel, Hobbes es, quizá, su primer teórico.

Desde el momento en que él condiciona la supervivencia de los hombres a la cesión de todos sus poderes al Estado-Leviatán, la idea de inmunización negativa ya está virtualmente actuando. Para poder definirla mejor hubo que esperar a la sociología, la antropología y el funcionalismo del siglo XX. Además de dar visibilidad y luminosidad a una categoría oscura, la conecté negativamente con la idea de comunidad: su reverso lógico y semántico. Ambos términos, communitas e immunitas, derivan de munus, que en latín significa don, oficio, obligación. Pero, mientras la communitas se relaciona con el munus en sentido afirmativo, la immunitas, negativamente. Por ello, si los miembros de la comunidad están caracterizados por esta obligación del don, la inmunidad implica la exención de tal condición. Es inmune aquel que está dispensado de las obligaciones y de los peligros que, en cambio, conciernen a todos los otros. Desde esta perspectiva, el individualismo moderno, que nace de la ruptura con las anteriores formas comunitarias, expresa por sí mismo una fuerte tendencia inmunitaria. La misma concepción moderna, en fin, puede ser entendida como el conjunto de los relatos que tratan de traducir esta exigencia individual de protección de la vida. Ahora bien, esta exigencia de autoconservación, típica de la época moderna, se ha hecho cada vez más apremiante, hasta convertirse en el eje alrededor del cual se construye la práctica efectiva o imaginaria de la sociedad contemporánea. Basta observar el papel que asumió la inmunología, no sólo en su aspecto médico, sino también socio-cultural. Si se pasa del ámbito biomédico al social (la resistencia contra la inmigración) y al jurídico (donde la inmunidad de ciertos hombres políticos es centro de conflictos nacionales e internacionales), tenemos una comprobación ulterior. De donde se lo mire, desde el cuerpo individual al cuerpo social, desde el cuerpo tecnológico al cuerpo político, la inmunidad aparece en la encrucijada de todos los caminos. Lo que cuenta es impedir, prevenir y combatir la difusión del contagio real y simbólico, por cualquier medio y donde sea. Esta preocupación autoprotectiva la encontramos en todas las civilizaciones, pero, hoy, el umbral de alarma respecto a un contagio destructivo y, por consiguiente, la magnitud de la respuesta están llegando al ápice. El problema es que la exigencia inmunitaria, necesaria para defender nuestra vida, llevada más allá de un límite, acaba volviéndose en contra. Como en las enfermedades autoinmunitarias, donde el sistema inmunitario se desencadena contra el mismo cuerpo que debería proteger y lo destruye. El conflicto actual puede ser leído como el trágico punto final de una terrible crisis inmunitaria. En su lógica profunda, este conflicto parece surgir de la implicación perversa de dos obsesiones inmunitarias contrapuestas y especulares: la de un integrismo islámico decidido a proteger hasta la muerte la pretensión de pureza religiosa de la secularización occidental y la de Occidente, empeñado en excluir al resto del planeta de sus bienes en exceso.
—Me parece que la gran apuesta de su último trabajo, "Bíos", es la distinción entre una biopolítica entendida como política "sobre" la vida y otra como política "de" la vida. ¿Cómo sería?

—Es la pregunta más difícil. Mi libro más que buscar una respuesta trata de abrir el camino, definir una posible línea de investigación. La diferencia entre una biopolítica negativa —biopoder o biocracia— y una biopolítica afirmativa está implícita en Foucault. Pero él nunca llegó a una definición precisa. Biopolítica negativa es la que se relaciona con la vida desde el exterior, de manera trascendente, tomando posesión de ella, ejerciendo la violencia. Como ocurrió de la manera más catastrófica con el nazismo y sigue ocurriendo hoy en muchas partes del mundo. Su característica fundamental es la de relacionarse con la vida a través de la muerte, restableciendo así la práctica de la decisión soberana de vida y de muerte. Funciona despojando a la vida de su carácter formal, de su calificación, y reduciéndola a simple zoé: materia viviente. Aunque este despojamiento de la vida no llega nunca hasta el extremo, siempre deja el espacio para alguna forma de bíos (vida calificada). Pero, precisamente, el bíos es fragmentado en varias zonas a las que se atribuye un valor diferente, según una lógica que subordina las consideradas de más bajo valor, o aun carentes de valor, a aquellas a las que se otorga mayor relieve biológico. El resultado de este procedimiento es una normalización violenta que excluye lo que se define preventivamente como anormal y, al fin, la singularidad misma del ser viviente. Una biopolítica afirmativa, de la que por ahora no se entreven más que signos o huellas, es o debería ser lo contrario de la negativa. No es casual que haya tratado de trazar su contorno a partir de la desconstrucción y de la inversión de los dispositivos nazis. En general, una biopolítica afirmativa es la que establece una relación productiva entre el poder y los sujetos. La que, en lugar de someter y objetivar al sujeto, busca su expansión y su potenciación. Entre los filósofos modernos, quizá sólo Espinosa se movió en esta dirección. Naturalmente, para que el poder pueda producir, en vez de destruir la subjetividad tiene que serle inmanente, no tiene que trascenderla. Así, la norma no tiene que gobernar o discriminar a los sujetos desde lo alto de su generalidad, sino que tiene que ser absolutamente singular como cada vida individual a la que se refiere. Se podría, en fin, hablar de política de la vida y no sobre la vida. No sólo si la vida, cada vida individual, es sujeto y no objeto de la política, sino también si la misma política es repensada mediante un concepto de vida de acuerdo con toda su extraordinaria complejidad interna, sin reducirla a la simple materia biológica. Me doy cuenta de que, por ahora, nos quedamos en el plano de los enunciados; que ejemplos importantes de mi libro, como los del nacimiento y de la carne, no bastan para definir el cuadro de una nueva biopolítica afirmativa. Pero el trabajo apenas ha comenzado y espera ser continuado.

Publicado en Revista Ñ, Sábado 12.03.2005



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