Angelus Novus

Angelus Novus
Walter Benjamin, Tesis IX

sábado, 12 de junio de 2010

Simone Weil : La “malheur” y el “arraigo”. Dos conceptos para leer el presente

Abstract
En el presente ensayo se propone una lectura de la obra de Simone Weil atravesada por dos conceptos fundamentales: la malheur (desgracia) y el arraigo. A partir de ellos se han distinguido dos dimensiones.
La primer parte de este texto, denominada “la dimensión mística”, gira principalmente alrededor del concepto de “decreación”. Weil nos presenta un Dios que, siéndolo todo, ha decidido “decrearse”. La malheur es el correlato de la idea de creación. En el momento de la creación, Dios se retira del mundo por amor al hombre y supone la asunción de la condición humana en la más extrema distancia de Dios entendido como poder. Es decir, Dios se habría convertido misteriosamente en su propia negación, ausentándose radicalmente a través de la malheur.
La segunda parte del texto, denominada “la dimensión política”, gira entorno a la noción de “arraigo” entendida como la raíz del hombre en la existencia de los seres que conforman su comunidad, con los que comparte un pasado y proyecta un futuro. El “arraigo” es una necesidad natural del hombre. Simone Weil denuncia la dominación colonial ya que esta da por tierra con la necesidad del “arraigo”. De esta noción se deducen otras como la de “obligación” que muestra su deseo constante de estar al lado del indigente y del oprimido y la llevan a buscar fórmulas para salir de la cómoda doble moral - pública y privada- con la que se puede vivir tranquilo mientras hay alrededor un panorama de hambre, tristeza, soledad, enfermedad, explotación y miseria.
Palabras clave
malheur (desgracia); decreación; arraigo; anti-colonialismo; libertad; necesidad; obediencia; obligación; impolítico.


Introducción General
Si bien han sido escogidos dos términos puntuales de la obra de Simone Weil, en el presente trabajo nos hemos encontrado en la necesidad de recurrir a una visión que abarque más de un problema presentado. A lo largo de la realización del mismo, nos fuimos dando cuenta de que eran necesarias ciertas explicitaciones que no sólo favorecerían la comprensión, sino que también enriquecerían el trabajo.
Metodológicamente, nos hemos encontrado con algunas dificultades a la hora de intentar estructurar y dar cuenta de cierta linealidad en el pensamiento de nuestra autora. En primer lugar, nos resulta difícil lograr una clara distinción entre su pensamiento metafísico-religioso y su visión acerca de la situación política que estaba viviendo; en segundo lugar, hemos comprendido que gran parte de sus escritos se complementan y se comprenden a partir de su vida; en tercer lugar, hemos podido notar que ciertas distinciones que analizaremos están más sujetas a la visión especial y particular de nuestra autora, y difieren de la visión crítica tradicional[1]. Por último, podemos sostener que es necesario ser muy precisos con los términos empleados por nuestra autora porque ella no sólo propone nuevas categorías (como la de “decreación”), sino que también utiliza ciertos términos filosóficos, pero con nuevas acepciones.
La malheur (desgracia) y el arraigo son dos conceptos “pivote” en la obra de Simone Weil, y nos abren a lo que hemos llamado las dos dimensiones del pensamiento de la autora: la mística y la política. Es por ello que veremos cómo las nociones que estructuran la concepción metafísico-religiosa darán paso al otro tema fundamental, el tema del arraigo, que estructura la concepción política.
Explicitadas algunas de las dificultades con las que nos encontraremos a lo largo del presente trabajo, diremos que el mismo se estructura en dos partes: la primera está dedicada al análisis de la “malheur” (desgracia) y la segunda al tema del arraigo.
Simone Weil es, desde nuestra perspectiva, una pensadora de interés porque dirige su mirada hacia la comunidad, pero lo hace desde una posición especial, como dirá Roberto Esposito, desde una cierta mirada de lo impolítico. Como desarrollaremos a lo largo del texto, Weil es una pensadora que se anima a mantener fija la mirada ante el núcleo central de la política, que es el conflicto, la lucha a muerte en la que al matar al otro, se mata uno a sí mismo. Este extremo del realismo político que mueve el pensamiento de nuestra autora vuelto hacia sí mismo, plegado, siendo su envés, es lo que ha despertado el interés del presente artículo.
Independientemente de los esfuerzos realizados para poner en relación cuestiones aparentemente diferentes, a los fines de volver más comprensible el pensamiento de nuestra autora, se ha decidido no forzar la sutura, sino dejar en la apertura aquello que pareciera –en un principio- molestar. Hemos entendido que es en esta hendidura, allí donde no llegan las palabras y se obscurece el pensamiento, donde Weil ha dejado su aporte más original.

Primera Parte: La “malheur

Introducción: La dimensión mística

En nuestra intención por comprender el pensamiento político de Simone Weil nos dimos cuenta de que, si bien el tema inicial que nos interesaba para este trabajo no refería directamente al aspecto metafísico-religioso de la autora, los escritos de inspiración mística son los que ofrecen las claves de lectura para la comprensión de su obra en la dimensión política.
En primer lugar, y como la etimología nos lo indica, el término “mística” (mustérion, lo oculto o secreto) está siempre referido a una experiencia o un conocimiento extraordinario, por lo tanto incomunicable, inexpresable en el lenguaje habitual.
Como lo hemos anticipado en la introducción general, en el caso de esta autora francesa, el cruce entre su vida y su producción filosófica tiene una fuerza singular. Es por ello que podemos sostener que el hecho de que Simone Weil haya tenido experiencias místicas, es decir, tal como ella misma lo narra, que haya tenido contactos con lo trascendente, implica que estos habían sido preparados de alguna manera por su certeza inquebrantable sobre la primacía del Bien en oposición al Poder. De este modo, sostenemos que la experiencia del “désir” (deseo) como espera de la Verdad y la experiencia de la “malheur” (desgracia) como atención al otro son los elementos básicos de su filosofía, encontrados en su propia vida y que, puestos a la luz de la dimensión mística, han sido dotados de un nuevo sentido.
Es decir, en Simone Weil está la creencia de que una intervención de Dios debe ser anticipada por un deseo en el vacío, por el diálogo de dos renuncias, de dos seres que han abandonado el poder. La dificultad de este pensamiento reside en que esta “situación” es inexpresable y se manifiesta en una compleja síntesis de presencia-ausencia, de temporalidad-eternidad.
Uno de los aspectos de mayor radicalidad del pensamiento weiliano reside justamente en su visión acerca de la creación. Dentro de la semántica de la creación, este desplazamiento propone resultados no menos radicales.
Efectivamente comparte la posición con el cristianismo tradicional en lo referente a que todo nacimiento lleva consigo parte del mal originario inmanente, pero difiere del mismo en tanto que éste sitúa el pecado original después de la creación, mientras que para Weil no habría un “antes” y un “después” en relación al pecado original visto que implicaría hablar de una dimensión temporal que le es ajena:
Todas las dificultades (insuperables) relacionadas con la historia del pecado original derivan de que la misma se representa como si se desarrollara en el tiempo, mientras que esta expresa relaciones de causalidad, o, mejor, aquello que en lo sobrenatural corresponde analógicamente a las relaciones de causalidad”[2]
Esto significa que el pecado original tuvo un sujeto, Adán, pero sólo se le puede atribuir la responsabilidad en términos exclusivamente causales, pero no temporales:
Adán no puede concebirse antes del pecado. Puede concebirse solo una anterioridad causal, y no temporal, entre su creación, su pecado, y su castigo[3]”.
La especificación es interesante porque al anticipar la crisis a un momento tan originario, ésta coincide con el origen; es decir, el tiempo no comprende el pecado, sino que nace del mismo. La contradicción no es consecuencia de la criatura, sino su causa[4]. Dicho de otro modo, la creación desde el punto de vista de Dios es contradicción, es una relación antinómica entre Dios y la criatura:
La creación misma es contradicción. Es contradictorio que Dios, que es infinito, que lo es todo, a quien no le falta nada, haga algo que está fuera de él, que no es él, aún procediendo de él[5]”. O: “Dios y la creación son uno, Dios y la creación son infinitamente distantes[6]”.
Desde ese momento, la creación no se agota de una sola vez, sino que es perpetua. No solo no enriquece al creador, sino que lo reduce: “Dios con todas las criaturas es menos que Dios[7]”. De ahí la paradoja que nos presenta Weil: “Dios se ha vaciado[8]”. Más que expansión o emanación, la creación es una contracción que el Creador padece para hacerle sitio a lo otro de sí.
Para crear lo otro de sí, Dios debe desgarrarse y soportar la lacerante tensión entre dos impulsos recíprocamente contrapuestos. Si prevaleciera la potencia, destruiría al mundo para volver a constituir su propia infinitud, pero el predominio del amor lo expone a la más terrible de las renuncias, la que supone insertar un vacío entre sí mismo y sí mismo a través del sacrificio de su Hijo[9].
La única vía para evitar este desgarramiento inextinguible es a través de un contra-movimiento de la criatura que lo lleve a unificarse de nuevo con el creador, deshaciendo la creación.
Se trata del doble movimiento de autodisolución: primero Dios, luego el hombre. Este es el concepto aporético de “decreación”. Una presencia que nos pone en la modalidad de una ausencia, un sí al otro expresado por la negación de sí, un acto coincidente con el propio retirarse.
Ni enteramente cristiana, y también alejada del gnosticismo, el equilibrio en esta oscilación entre el clericalismo y el laicisismo debe pasar por la “contemplación de la belleza”. Para Weil la belleza armoniza el primado de la mística e intenta proyectarla en el cambio social.
El acento puesto en la contradicción entre Dios y el hombre, es lo que –como dijimos- aleja el pensamiento weiliano del cristianismo, pero también del pensamiento gnóstico, porque a diferencia de toda forma de gnosis no puede afirmarse que lo finito constituya en sí el mal. Es por ello que la “salvación” no debe ser buscada porque implicaría una fuga –imposible- de nuestra condición contradictoria de seres finitos.
Es decir, nuestra autora propone un tercer método: la mística (ni religioso, ni idolátrico). Este se convierte en el paso que está más allá de la esfera en la que el bien y el mal se oponen; porque un “encuentro místico” implica la unión del alma con el bien absoluto; con ese bien absoluto que es distinto del bien contrario o correlativo del mal, aunque le sirva de modelo o principio. La conexión entre mística y realidad social es, como ya se dijo, a través de la belleza.
Resulta de interés particular, por lo tanto, la denuncia de Weil que sostiene que vivir en un tiempo en el que la religión se ha vuelto asunto privado de cada uno de los individuos, donde éstos se constituyen en la exterioridad capaz de afirmar algo que sea común a la totalidad de la sociedad, el Estado se instituye como el único objeto de fidelidad. De este modo, la concepción de la no-acción y de la ausencia de Dios aquí abajo (en la tierra) es directamente política, y Weil la realiza a través de la crítica a todas las representaciones y justificaciones del poder.
Lo que nos mueve en la presente investigación es, justamente, prestar oído al problema que está denunciando nuestra autora (la política convertida en religión o la religión convertida en política), y pensar que en la modernidad se ha dado un planteamiento erróneo que desconoce la función propia de la religión que, según nuestra autora, es la de dar luz a toda la vida profana, pública y privada, sin dominarla nunca.
Dicho de otro modo: Dios se ha retirado del mundo que Él ha creado, y si regresara lo haría bajo la fórmula del Pobre; es decir, ningún poder, religioso o político, pueden estabilizar su propia legitimidad y representación en la de Dios.
Es por ello que Weil trabaja la oposición mediación-idolatría presentándola como aquello que da cuenta de la imposibilidad de separar los planos metafísico-religioso del plano socio-político. Weil opone un doble rechazo y quiere invertir la relación: reanudar la relación de lo profano y de lo sagrado para mejor distinguir lo político de lo religioso. La aproximación religiosa constituye una función crítica esencial respecto de la política. De este modo, el totalitarismo podría ser un fruto de la negación de la cuestión religiosa en el mundo moderno.
Lo que es necesario evitar es la idolatría en sus diversas formas, es por ello que hay que establecer una adecuada relación entre política y religión, o más propiamente entre lo sagrado y lo profano. La idolatría puede tomar tanto la forma del “poder divinizado” como la de “la religión que toma el poder”. En el primer supuesto (el poder divinizado) estamos frente a Roma o la Alemania nazi, en el segundo frente a Israel o la Inquisición.
Si bien es cierto que Weil no ha vivido el final de la segunda guerra mundial, su muerte es en agosto de 1943, supo ser una lectora atenta de los acontecimientos históricos y muchas veces experimentó en su propio cuerpo los dolores y las luchas, así como también las migraciones. Es por ello que –como señala Esposito[10]- no duda en creer que la modernidad no está enferma por haber traicionado el origen, sino por realizarlo en sus caracteres más terriblemente antinómicos. Para esta autora, el origen no se hunde bajo el peso de una catástrofe histórica, considerando que la negatividad recubre el origen desde fuera, sino que esta negatividad le es inherente.
1. Ateísmo cristiano”
“Ateísmo cristiano” es un término que utiliza la propia Weil cuando trata de explicitar uno de los puntos centrales de su pensamiento para dar cuenta de una realidad en la que la relación Dios-hombre-naturaleza se articula.
En Simone Weil podemos encontrar una noción de la existencia material, es decir, absolutamente despojada de todo idealismo. La existencia en la materia se basta para ser su propia dinámica, que no es progresiva, sino todo lo contrario. Este carácter regresivo con lo que se califica la dinámica de la existencia es lo que empuja al hombre no hacia la “subida”, sino más bien hace vivir al hombre con el “Dios de la caída”. La paradoja de este “ateísmo cristiano” reside justamente en que la forma que toma en la materia es la de malheur o vacío, con una existencia en la que Dios, estando ausente, es el único presente.
Simone Weil sostiene que “lo que es creación desde el punto de vista de Dios es pecado desde la criatura[11]. Pero desde el punto de vista de una criatura que no se auto-reconoce como tal y que no ambiciona trascender su status ontológico de ser finito. Este pasaje se responde, quizá, con una pregunta que plantea Weil y que deja sin responder:
¿Por qué la creación es un bien, si está siempre ligada inseparablemente al mal? ¿Por qué es un bien que yo exista, y no Dios únicamente, y que Dios se ame a través de mi miserable mediación? No puedo entenderlo.[12]
Como ya hemos anticipado en relación a la oposición mediación-idolatría, podemos decir que lo que estaría en cuestión es la confusión entre Bien y poder. El Bien auténtico es de origen sobrenatural y es único. Frente a todas las formas de idolatría, la certeza sobre el Bien reviste un carácter negativo, basado en la seguridad de que nada de lo que existe es el Bien, de que cualquier cosa puede convertirse en mediación y sólo en cuanto tal encuentra su verdadero sentido. No se manifiesta una oposición maniquea entre dos principios del Bien y del Mal, sino la afirmación del Bien infinito frente al cual el mal es tan sólo la negatividad. Es decir, todo lo que es real es relativo y su sentido radica en servir como puente para el paso a un Bien que no es de este mundo, pero que se encuentra radicalmente comprometido en el tiempo por su dimensión de renuncia y de amor. Como dirá Weil en “Dios en Platón”[13]:
“ (…) las cosas creadas tienen por esencia ser intermediarias. Son intermediarias unas respecto a otras y esto sin fin. Son intermediarias hacia Dios”. Se trata, entonces de realizar “lecturas superpuestas” ya que “el mundo es un texto de muchas significaciones”.
El legado de Platón aquí es claro, lo que no existe posee la plenitud de la realidad. Lo invisible es más real que lo visible. Dios está ausente de este mundo, pero la ausencia de Dios es su realidad. La relación del hombre y Dios requiere de la mediación, ya que para acceder a Dios creador y soberano es necesario pasar por Dios vaciado de su divinidad.
De este modo, pensar que Dios existe es pensarlo todavía presente, es un pensamiento a nuestra medida, destinado a nuestro consuelo. Es más justo pensar que Dios no existe y amarlo tan puramente hasta el punto de que nos sea indiferente si existe o no. Hay que amar a Dios sólo en su ausencia para que el amor, siendo en nosotros renuncia a Dios mismo, sea absolutamente puro y sea el vacío que es plenitud. La necesidad no es, por lo tanto, un lazo legítimo entre el hombre y Dios. Weil recupera a Platón en este sentido, en la distancia que hay entre la naturaleza de la necesidad y la naturaleza del bien. Dios se da al hombre gratuitamente, pero el hombre no debe desear recibirlo. Por lo tanto, Dios está presente en su lejanía, en su ausencia, y las palabras de Cristo ya lo indicaron: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?[14]. Las palabras de Cristo en la Cruz indican la verdadera condición humana.
En este “platonismo cristiano”, el mal es sólo una modalidad específica de ser de lo finito, como dirá Weil, la modalidad de lo que lo sustrae a su “nada” para hacerlo ser lo que no es: ser. “La criatura es nada y se cree todo. Debe creerse nada para ser todo[15]”.
Desde este punto de vista, podría decirse que la criatura no puede ser un mal real, ya que su existencia es en tanto retirada de Dios. La criatura es –como ya se dijo- la distancia entre Dios y Dios, la distancia de Dios consigo mismo. Crear al hombre significó crear la posibilidad del mal, pero para actualizar esta posibilidad es necesaria la intervención del ser humano. Esta intervención es justamente su máximo pecado: la intención de llenar su “nada”, la pretensión de la subjetividad. Esposito llama a este pecado “pleonexía”: “La cancelación de su nada es un algo que aspira a hacerse todo; sin darse cuenta de que precisamente Aquel que ya es todo se ha hecho, en provecho nuestro, nada[16]”.
“Nosotros no somos otra cosa que criaturas. Y aceptar no ser nada más que esto es como aceptar no ser nada. El ser que Dios nos ha dado es sin saberlo nosotros un no-ser. Si deseamos el no-ser lo tenemos. Sólo debemos darnos cuenta de ello. Para enseñarnos que somos no-ser, Dios se ha hecho no-ser[17]”.
La posibilidad de acceso a lo absoluto es, como lo estamos entendiendo, a través de una especie de “ignorancia sabia” que posee el hombre decreado, el hombre convertido en deseo y espera que es iluminado y se hace permeable a la Verdad. Dios, el “Todopoderoso” se convierte en el “mendigante que espera a la puerta del corazón[18]”; de este modo, el hombre, por imitación de la abdicación divina, debe renunciar a sí mismo a través del proceso de decreación, debe hacer desaparecer la propia individualidad y no ser más que pura transparencia de lo impersonal.

Decreación

En Weil, el summum de la omnipotencia encubre una paradójica impotencia. El concepto de decreación supone que cuando Dios creó, lo que hubo fue un desbordamiento de su amor. Esto implica una auténtica disminución de sí mismo a favor de su creación, y no un desbordamiento de su poder. De modo que la omnipotencia se consuma limitándose en el propio acto del creador. Es por ello que decimos que en este pensamiento, Dios se retira, de alguna manera, para dar al hombre el espacio de su libertad.
Dicho de otro modo, Weil reflexiona sobre la distinción entre la necesidad a la que está sujeto el hombre y la libertad que supone el retirarse de Dios. En esta antítesis, Weil sostiene que es el trabajo la única acción capaz de escapar del arbitrio de la pura elección subjetiva y de hallar lo real.
En la visión weiliana, tenemos la siguiente pregunta: ¿qué supone, define, determina, la libertad sino precisamente la necesidad? Weil responde que la acción es verdaderamente libre cuando no se dilata hasta el infinito en un horizonte que excluye la necesidad; todo lo contrario, es libre cuando choca con la necesidad misma, como con una fuerza que la embate y reduce al mínimos los imprevistos que pueden acecharla. Esta libertad, entonces, estribará en consentir de forma espontánea lo que de todos modos advendrá, ya que la necesidad nos obliga. El paso que da Weil reside en pensar la libertad como la elección de aquello que por su naturaleza no se deja escoger (la necesidad, el sufrimiento).
De este modo, el trabajo es lo que instituye una relación con el mundo, distinta de la biológico-natural. Y este mundo es lo que incluye, pero a la vez resiste, el movimiento del sujeto.
La decreación será vista como un intento de superación de la “absolutización del sujeto” que vendría aparejada a la otra noción típicamente weiliana del arraigo.
En “Dios en Platón”[19], Weil vincula expresamente la visión de la decreación al programa de conversión diseñado por Platón. Weil ve al Platón de la “alegoría de la caverna” (República) como quien ha sabido responder mejor a una auténtica vocación sobrenatural, entendida como llamada a buscar la mediación entre la nada de la criatura y la gloria de Dios. Platón le ha enseñado a nuestra autora que el conocimiento auténtico de la realidad sólo es posible a través de la conversión.
Este es el punto en el que puede sostenerse la primacía del amor, y su repercusión directa en el plano ético-político. La decreación, o descentración del sujeto, se opone vigorosamente a la posición moderna en la que se piensa al hombre como el centro de la visión y es incapaz de comprender el mundo y de coexistir auténticamente, ya que todos los ámbitos de lo real, incluidos los otros seres humanos, sólo son apreciados en función de sí mismos.
Aquí aparecen las terribles consecuencias de las perspectivas falsas: se es incapaz de reconocer que el otro tiene el mismo derecho que uno a creerse el centro. De este modo, la decreación está directamente ligada al reconocimiento de la coexistencia; se acepta ser disminuido a favor de la existencia de un ser diferente a uno mismo. Se conserva al otro y se reproduce el sacrificio de Dios en la creación al dar el consentimiento amoroso y activo a otro ser con nosotros.

La atención y el deseo

Esta llamada a la conversión conlleva dos nociones que configuran la decreación: la atención y el deseo. Atención y deseo son las condiciones antropológicas que permiten la transformación interior para eliminar la subjetividad y acceder al Bien.
Weil se refiere a la atención como “un esfuerzo negativo” que no comporta ningún cansancio, que consiste en suspender el pensamiento, dejarlo disponible y penetrable al objeto. Es decir, los bienes más preciosos deben ser esperados, no buscados; sólo por esto es que cuando los hombres renuncian a todo, reciben todo. La realidad se manifiesta, entonces, a quien se abre a ella respetuosamente.
La atención en Weil es trabajada desde planos diferentes, no es lo mismo la “atención intelectual” que la “atención superior” que conecta directamente con lo sobrenatural.
Cuando nos referimos anteriormente a la mediación, hicimos hincapié en las lecturas superpuestas, en ese encadenamiento necesario entre cada momento de apertura a lo real: la atención es justamente la capacidad para realizar estas lecturas. La idea de atención, de espera, es una forma de apelar a la continuidad de una actitud por la que el alma se vacía de todo su contenido propio para recibir en sí misma al ser que ella mira tal como es, en toda su verdad.
Sin embargo, no debemos creer que nuestra autora se detiene en el momento contemplativo como una instancia de goce espiritual separada del drama cotidiano en que se debate la condición humana. De ahí que no pueda entenderse la noción de atención sin su correlación esencial con la de “malheur” (desgracia). La apertura a la realidad es la apertura al otro hasta compartir la desnudez de su desgracia y contemplar la Verdad es descubrirla como el bien auténtico ante el que se transforma toda la vida del hombre. La atención no es especulación abstracta, sino más bien la lectura de una realidad concreta en la que el amor complementa el pensamiento.
Pero, ¿cuál es la relación entre la atención y la desgracia? La desgracia es justamente ese extremo de la carencia de la atención. El desgraciado se deja mirar en la mirada del amor y de la atención, el amor es lo que abre en la mirada del otro una vía a lo cerrado de la desgracia.
Simone Weil reclama el deseo, como otro elemento antropológico, para el proceso decreativo. El “désir” (deseo) es aquello que es insaciable en el hombre y nos aproxima al “bien absoluto”. Es decisivo en el proceso decreativo porque esta insaciable aproximación del hombre hacia el “bien absoluto” es lo que muestra el carácter ilusorio del resto de los “bienes” deseados y su incapacidad para colmar la tendencia del hombre al Bien.
Existe una estrecha relación entre el deseo y la idolatría. En la idolatría el hombre se encuentra engañado, fascinado por algo relativo que se absolutiza erróneamente. Como dirá Emilia Bea Pérez[20]:
El pensamiento de Weil vibra en la sintonía bien-realidad y mal-imaginación, porque el hombre se imagina capaz de saciar por sí mismo su sed de infinito pero en la realidad su única salvación viene dada por la mirada orientada al Bien, por su deseo insaciable que es conciencia de un vacío que demanda ser colmado infinitamente”.
Pareciera bastante claro y coherente lo que se está diciendo: no hay ningún objeto en este mundo humano que sea el verdadero “objeto” para el deseo que cada uno tiene en sí; el deseo es esa palanca que nos arrancará de lo imaginario para llevarnos a lo real, para sacarnos fuera del yo, para descentrarnos.
En este sentido, el Bien es la única realidad; y creemos que es en Platón donde Weil ha encontrado el Bien como la única respuesta capaz de iluminar la propia realidad de su deseo. El deseo se convierte en ese hueco que sólo el Bien podría colmar plenamente, el deseo es lo que transforma la ausencia del Bien en presencia del Bien porque ha hecho desaparecer la confianza en los bienes relativos y se ha desprendido de los ídolos falsos.
2. La idea de “malheur
En “El amor de Dios y la desgracia”[21], nuestra autora nos aproxima a la malheur como el estadio extremo en que se manifiesta la verdad de la condición humana, obligándonos a “reconocer como real lo que no se cree ni posible”.

La caracterización de la desgracia parte de su distinción respecto del sufrimiento:

“(…) es algo diferente al simple sufrimiento. Se apodera del alma y la marca hasta el fondo con una marca que sólo pertenece a ella, la marca de la esclavitud”. Solo hay verdadera desgracia cuando el acontecimiento que se ha apoderado de una vida y la ha desarraigado le alcanza directa o indirectamente en todas sus partes, social, psicológica, física … El gran enigma de la vida humana no es el sufrimiento, es la desgracia. Es sorprendente que Dios haya dado a la desgracia el poder de alcanzar al alma misma de los inocentes y de adueñarse de ella absolutamente[22].

La desgracia es anónima, priva a los que la padecen de su propia personalidad para convertirlos en cosas. Cristo fue un desgraciado justamente porque, agrega Simone Weil, no murió como un mártir sino como un criminal de derecho común, ridículamente mezclado con los ladrones: la desgracia es ridícula.
La desgracia sería, entonces, el correlato de la idea de creación. En el momento de la creación, Dios se retira del mundo por amor al hombre y, por lo tanto, supone la asunción de la condición humana en la más extrema distancia de Dios entendido como poder. Es decir, como sostiene Weil en el mismo texto, Dios se habría convertido misteriosamente en su propia negación, ausentándose radicalmente a través de la desgracia:
Dios ha abandonado a Dios. Dios se ha vaciado y esta palabra envuelve la creación y la encarnación con la pasión. La creación es el espesor que Dios ha puesto entre sí mismo y sí mismo. Al crear, su Ser se ha inclinado y se ha volcado totalmente hacia el ser de la creación, multiplicándose y dispersándose. Y como el ser transcurre totalmente en los seres no queda nada para él: ¡Sólo le queda la nada![23]”.
La experiencia de la desgracia se encuentra generalmente en sujetos marginados de los medios de expresión, mientras que quienes saben manejar el lenguaje y tienen acceso a los órganos de comunicación suelen desconocer la realidad callada de la desgracia. Dejar la palabra a los olvidados de la historia es nuevamente el objetivo central: en la voz muda de los hambrientos, de los encarcelados, de los trabajadores anónimos, los enfermos y los hombres y mujeres de mala vida, aquellos cuya vida está efectivamente marcada por la malheur.
En “La persona y lo sagrado”[24], S. Weil muestra a estos malhereux que “suplican silenciosamente que se les proporcione palabras para expresarse” como quienes poseen una sabiduría secreta que sólo el contacto directo con la realidad puede proporcionar. El conocimiento que “entra por la carne”, el de la experiencia del mundo, coloca a estos desgraciados frente a una verdad que es pura impotencia, incapacidad radical de poder ser formulada por el discurso racional dominante:
“ (…) como un vagabundo acusado en un Tribunal correccional por haber cogido una zanahoria en un campo se mantiene de pie ante el juez, quien cómodamente sentado, ensarta elegantemente preguntas, comentarios y bromas, mientras que el otro no logra casi ni balbucear; así se mantiene la verdad ante una inteligencia ocupada en alinear elegantemente opiniones”[25].
Sin embargo, quisiéramos dejar en claro que la malheur no debería ser exclusiva de aquellos a los que el destino ha colocado en una situación desgarradora donde la condición humana es captada en su miseria radical. Todo hombre está llamado a compartir la desgracia del otro; sufrir con otro es hacer común el sufrimiento hasta una identidad de sentimientos que es una auténtica conmiseración, vivencia conjunta de la desgracia y la miseria que llega a suponer el propio anonadamiento. Nuestra autora expresa lo dicho de un modo penetrante:
Si alguien conoce la realidad de la desgracia debe decirse a sí mismo: “Un juego de circunstancias que yo no controlo puede quitarme todo en cualquier instante, incluidas todas las cosas que son tan mías que las considero como si fueran yo mismo. No hay nada en mí que no pueda perder. Un azar puede en cualquier momento abolir lo que soy y poner en su lugar cualquier cosa vil y despreciable.” Pensar esto con toda el alma es experimentar la nada. Es el estado de extrema y total humillación que es también la condición del paso a la verdad. Es una muerte del alma. Por ello el espectáculo de la desgracia desnuda causa al alma la misma retracción que la proximidad de la muerte causa a la carne[26]”.
Poner la mirada en el desgraciado es un acto puro de amor, sin otra finalidad ni interés personal, por el que de alguna forma se le reconoce la existencia de la que parece estar privado por la carencia de atención con que se enfrenta cotidianamente. Este amor se manifiesta en la pregunta: ¿cuál es tu tormento? Es saber que el desgraciado existe. Esta mirada es siempre una mirada atenta, es decir, el alma se vacía de contenido para recibir al ser que mira tal como es, en toda su verdad. Esta apertura hacia el otro, si es sin reservas, es llamada a transformar todas las dimensiones de la persona porque se funda en una conversión, ya que la malheur nos hace volver a la decreación como un proceso en el que la renuncia del hombre sólo puede ser un correlato de la renuncia de Dios en la creación y la Pasión.

Segunda Parte: “El arraigo

Introducción : la dimensión política

En esta segunda parte, veremos que cuando nos acercamos a la obra de Weil podemos percibir que no estamos frente a una obra política en el sentido usual del término, pero no por ello deja de plantear cuestiones decisivas sobre el poder, las formas de opresión, la organización de la sociedad y los modos de gobierno; cuestiones que son, a todas luces, problemas políticos de primer orden.
El desafío de esta sección reside, justamente, en mostrar en algún punto cómo se puede articular la cuestión de la malheur desarrollada hasta aquí, con el desarraigo, en tanto objetivo de toda dominación colonial que busca uniformizar a los habitantes de las colonias, haciéndolos olvidar su tradición y memoria colectiva.

Una visión anti-colonialista

En esta pensadora de la comunidad, las razones últimas del anticolonialismo serán las mismas que fundamentan las inquietudes y aportaciones que se han mencionado: el sufrimiento y el desarraigo serán los ejes más importantes de este aspecto de su pensamiento.
Es por ello que al dar cuenta de la belleza del orden del mundo como vía decreativa en “Las formas del amor implícito de Dios”, Weil dirá:
El amor a la belleza del mundo que es universal entraña como amor secundario y subordinado el amor a todas las cosas verdaderamente preciosas que la mala suerte puede destruir … las ciudades humanas principalmente, rodean de poesía la vida de sus habitantes. Son las imágenes y reflejos de la ciudad del mundo. Cuanto más revisten la forma de nación, cuanto más pretendan ser ellas mismas patrias, más son imágenes deformadas y mancilladas. Pero destruir ciudades, sea material o moralmente, o bien excluir a los seres humanos de la ciudad precipitándose entre los desechos sociales es cortar todo lazo de poesía y de amor entre las almas humanas y el universo. Es sumirlo por la fuerza en el horror de la fealdad. No existe ningún crimen mayor[27]”.
En esta cita podemos dar cuenta de la preocupación weiliana por la opresión que engendra el colonialismo y que tiene su correlato histórico en la Exposición colonial celebrada en París en 1931[28].
En oposición a la ostentación francesa por la forma de gobierno imperial, que la constituye en el segundo del mundo en extensión con una población de casi cien millones de habitantes, Weil se interesa por la situación real de esos habitantes de las colonias y por la posición ambivalente de Francia en sus relaciones exteriores. Francia colonial justifica para sí misma lo que denuncia cuando se trata de otra nación.
Weil en este punto es radical, y por lo tanto original. La denuncia acerca de la situación en la que viven las colonias y la actuación del poder estatal en relación a ellas, abre una nueva perspectiva. Esta denuncia no se dirigirá solamente al poder político, sino más bien a la posición adoptada por la sociedad civil en relación a la dominación. Concretamente, la denuncia contra la sociedad refiere a la indiferencia hacia la opresión que experimentan cotidianamente los pueblos dominados.
Weil, en este punto, se pregunta quién es culpable de hacer el juego a las ambiciones fascistas desacreditando a Francia y al régimen democrático. La respuesta que rápidamente dará en “Qui est coupable des meneés antifrancaises”:
Aquellos a los que se llama “cabecillas”, es decir, los militantes, no crean el sentimiento de rebelión, los expresan simplemente. Los que crean los sentimientos de rebelión son los hombres que se atreven a humillar a sus semejantes … Todos los hombres, sea el que sea su origen, su medio social, su raza, el color de su piel, son seres nobles por naturaleza. Allá donde se oprime a los hombres se excita la rebelión”[29].
Es decir, hay una clara distinción entre quienes conducen los procesos políticos, que simplemente expresan los sentimientos de rebelión, y los que efectivamente los crean. Estos últimos son los que humillan y oprimen a sus semejantes, los que excitan la rebelión por no respetar la nobleza de naturaleza que no distingue razas, medio social, origen, color de piel, etc.
Sin embargo, la denuncia de Simone Weil continúa ya que explica que los hombres que hoy están en el poder comprenden de diferente modo esta verdad ya sea cuando se trata de obreros franceses oprimidos o de habitantes de las colonias.
Es decir, en el tema relacionado al colonialismo hay también una denuncia de discriminación. Lo que Simone Weil critica fundamentalmente es la doble moral con la que se juega en los estados occidentales; es decir, la diferencia en el grado de repulsa de la sociedad civil y del poder político por la opresión según se trate o no de los miembros de una misma nación, o, en otro nivel, según la pertenencia a la propia cultura y raza.
En este punto, podemos afirmar que la interpelación tiene un destinatario directo: la izquierda francesa en el poder que olvida sus reivindicaciones de solidaridad interna cuando se trata de los habitantes de sus colonias, reproduciendo, de este modo, el comportamiento tantas veces denunciado por ella. Con estas manifestaciones, Weil también trata de concientizar a la opinión pública de la metrópoli sobre el papel que puede jugar en la resolución del problema colonial. Existe la ilusión de crear un movimiento de opinión que tienda a poner fin a la compleja dominación política, explotación económica y desarraigo cultural que toda conquista implica. Sin embargo, Weil notará que en la población francesa prevalece una ignorancia consentida y un difuso sentimiento de superioridad con respecto a las condiciones de vida indígena producto de una visión euro-céntrica que confunde el interés colonial con una “misión civilizadora”.
Simone Weil extiende la reflexión y compara los métodos coloniales con los del nazismo (sabemos que el nazismo es considerado como otra variante del modelo romano). Con esta equiparación busca no sólo denunciar la situación francesa con respecto a sus colonias; sino una erradicación drástica de las bases en que se asienta toda dominación colonial generadora de violencia y uniformidad; entendiendo la uniformidad, como característica de la dominación colonial, que tiene como fundamento la pérdida de memoria colectiva y, por lo tanto, el desarraigo.

La persona histórica

El texto clave para esta segunda sección será Hacia una filosofía del arraigo, en el que –entre otras cosas- Simone Weil hace una descripción de los deberes que cada hombre tiene hacia otro hombre en orden a sus necesidades primordiales; justamente es allí donde se establece la noción de arraigo, como una necesidad primordial humana especialmente olvidada en la modernidad, que demanda, a su juicio, una reflexión profunda y urgente:
El arraigo es quizá la necesidad más importante y más desconocida del alma humana. Es una de las más difíciles de definir. El ser humano tiene una raíz por su participación real, activa y natural, en la existencia de una colectividad que conserva vivos ciertos tesoros del pasado y ciertos pensamientos del futuro. Participación natural, es decir, producida por el lugar, el nacimiento, la profesión, el medio. Cada ser humano tiene necesidad de múltiples raíces. Tiene necesidad de recibir la casi totalidad de su vida moral, intelectual, espiritual, por mediación de los ambientes de los que forma parte naturalmente. Los cambios de influencia entre los medios muy diferentes no son menos indispensables que el arraigo en el ambiente natural[30].
Es decir, para Weil el “arraigo” -entendido como la raíz del hombre en la existencia de los seres que conforman su comunidad, con los que comparte un pasado y proyecta un futuro- es una necesidad natural del hombre. El problema reside en que esta necesidad de múltiples raíces no es tenida en cuenta en la modernidad.
La necesidad de arraigo se proyecta en la de mirar al pasado, ya que es imposible pensar un futuro alejándose de lo ya acaecido. Este es el motivo por el que para Simone Weil la dominación colonial da por tierra con una de las necesidades más importantes del hombre. En la visión anti-colonialista de Weil, los hombres europeos que destruyeron el pasado de cada una de las tierras que han dominado cometieron quizá el mayor de los crímenes. El pasado que ha sido destruido no se recupera jamás. De este modo, podemos comprender que las prácticas concretas de colonialismo empujan al desarraigo a sus colonias, privándolas de una de las necesidades más vitales del alma humana: el pasado. El desarraigo es, entonces, un factor determinante de la violencia. Simone Weil está intentando probar en qué modo una experiencia común construida, conservada y comunicada, por muchas generaciones en un mismo contexto bio-psíquico-cultural, es condición antropológica de la existencia personal y del propio ejercicio de la libertad; así como su caída es la razón de la ruptura radical interna de la propia persona y del mundo-universo, ruptura que explota en manifestaciones de violencia.
Considerar el arraigo como necesidad humana equivale a plantear de forma adecuada la relación entre “experiencia personal” y “memoria histórica”. Por un lado, la memoria histórica es verdadera en la realidad de la persona humana, y, por otro, no existe otro modo de vivir concretamente que no sea el de la memoria histórica. Es decir, la persona humana es lo que es porque es histórica, porque la acción es sólo histórica.
Ya habíamos anticipado en la sección anterior, la pregunta por la relación entre la necesidad y la libertad, y habíamos resuelto que entre ellas no había una oposición, sino más bien una relación de complementariedad. Ahora podríamos ampliar la pregunta por la relación entre la persona histórica y su libertad, y plantear en qué sentido la “memoria histórica” no sólo no impide la libertad sino que puede ayudar a una sana recuperación de la misma.

Libertad y obediencia

Para entender en qué sentido estas reflexiones acerca de la historia y la libertad (en su vínculo con la obediencia) pueden ser comprendidas en el marco del arraigo podemos citar el siguiente texto de Weil:
Para que la obediencia pueda ser consentida hace falta ante todo algo que amar por cuyo amor los hombres consientan obedecer … Algo que amar no por su gloria, su prestigio, sus conquistas, su brillo, su expansión futura, sino en sí mismo, en su desnudez y su realidad. Sin ello el sentimiento no es lo suficientemente profundo para ser una fuente permanente de obediencia. Es necesario algo que un pueblo pueda amar naturalmente, desde el fondo del corazón, desde el fondo de su propio pasado, de sus aspiraciones tradicionales, y no por sugestión, propaganda o aportación extranjera”[31].
Estamos nuevamente frente a una posición radicalmente nueva: en primer lugar, la obediencia puede ser consentida, y en segundo, el consentimiento reside en el amor hacia algo amado en su desnudez y realidad, desde su pasado. Esto nos pone en las antípodas de la situación propuesta por el imperio colonialista que no es amado –porque ya se dijo que humilla y desprecia a los habitantes de las colonias, no respetando su naturaleza noble y negando su memoria histórica- y por lo tanto, no es obedecido por consentimiento, sino por opresión.
Esta es una de las cuestiones que han llamado el interés de la presente investigación. ¿Cómo entender el llamado al patriotismo realizado por Weil en la situación histórica en la que se está viviendo?, ¿cómo pudo Simone Weil redescubrir una concepción positiva del mismo? Nuevamente debemos aclarar el sentido que la autora le está dando al término: patriotismo y nacionalismo no son lo mismo.
Consideramos que el término patriotismo debe ser leído a la luz de la situación histórica y personal en que surge. Simone Weil escribe desde la Resistencia, y su discurso va dirigido a los franceses inmersos en la guerra, quienes son llamados a construir una “nueva civilización” después de la contienda mundial. Desde allí, resistiendo, se puede ejercer el arte político de un modo diverso al habitual porque la auctoritas se encuentra separada de la potestas, lo que posibilitaría una obediencia absolutamente libre y voluntaria, tal como Weil proponía para todo gobierno legítimo.
La coyuntura permite, entonces, reflexionar sobre un nuevo sentido del concepto de patria. Desde la visión weiliana, las nociones de arraigo y medio vital son suficientes para definir la patria. Es por ello que Weil propondrá reemplazar la idea de “grandeza nacional” por la de “compasión por la patria”, caracterizada por un sentimiento de ternura hacia una cosa bella, preciosa y frágil. La compasión por la fragilidad está siempre unida al amor por la verdadera belleza.
No hay nada más grave, desde esta perspectiva, que la noción de patria o de nación se conviertan en un fin en sí mismas; es por ello que esta noción de patria es incompatible con la actual de historia de un país, o con la de grandeza nacional y especialmente con la de imperio.
La noción de “compasión por la patria” está acompañada por el concepto de mediación, que es el fundamento y la configuración de la idea de arraigo, y a partir del cual podemos mantener la mirada dirigida al Bien y evitar su confusión con los bienes relativos a este mundo.
Patria o nación, en todo caso, la complejidad del tema remite también al carácter problemático de la distinción entre “le social” y “la cité”. Weil planteará dos modelos extremadamente distintos. Por un lado, nos encontraremos con términos como “imperio”, “nosotros”, “lo social”; y por otro, “arraigo”, “ciudad”, “metaxú”. “La cité” representa la entidad orgánica y relativamente pequeña a la que el individuo puede adherirse y con la que puede sentir un lazo afectivo profundo, mientras “lo social” representa el grupo anónimo y amorfo que sólo se perpetúa. Una cité es lo contrario a una gran metrópoli sin alma, como lo era Roma y como lo son hoy las grandes villes donde se hacinan las masas. El drama de nuestra época es que no existe la cité, sino ese urbanismo moderno que es un factor de desarraigo.
Pero para ir un poco más lejos, debemos decir que el intento de nuestra autora por desenmascarar una visión fanática de patria llega hasta el núcleo del totalitarismo nazi, que representa la imagen desnuda de idolatría, donde el “gran animal” muestra sin pudor su capacidad mortífera e inhumana. Estos sistemas totalitarios, el del nacional-socialismo como el del estalinismo, son los espejos cóncavos que muestran la imagen deformada y engrosada de una época. Si esos males no son descubiertos y erradicados, la humanidad continuará debatiéndose en una difusa amalgama de aburrimiento, miedo, consumo, opresión, con pocas posibilidades de desarrollar la libertad creativa acechada por el fantasma del totalitarismo.
La confrontación entre la noción de arraigo y la de progreso es muy significativa. Desde la perspectiva de Weil, la idea de progreso que conduce a la devastación del pasado y la consiguiente destrucción de los valores espirituales conservados y transmitidos por “medios vitales” muy diversos. Esta pérdida de la “memoria histórica” es un elemento común característico de nuestra civilización, especialmente agudizado bajo regímenes totalitarios, donde el estado recaba para sí la máxima fidelidad y niega toda realidad a otras comunidades territoriales que pretendan limitar su poder omnímodo. Sabemos a través de los estudios que recientemente se han realizado sobre el totalitarismo que la destrucción de las “entidades intermedias” entre el individuo y el estado es llevada a cabo para impedir que la sociedad pueda estructurarse más allá de las coordenadas estatales.
En el fragmento titulado “Reflexions sur la barbarie” de 1939 sostiene lo siguiente:
No creo que puedan formarse ideas claras sobre las relaciones humanas mientras no se coloque en el centro la noción de fuerza, del mismo modo que la noción de relación está en el centro de las matemáticas[32]”.
La ideología del progreso es discutida en este texto tanto como la de decadencia, su complemento. Lo que se revaloriza es la noción de fuerza como una constante universal, invariable, de la naturaleza humana. De este modo, la guerra no es entendida como la “herida a cicatrizar”, sino como el fondo ineliminable de la política. Es por ello que la realidad de la guerra es la más importante de conocer, porque “la guerra es la irrealidad misma”. Pero una irrealidad que gobierna realmente las relaciones entre los hombres, aún en los tiempos pretendidamente de paz. La guerra es la “grilla de lectura” no solo de lo político, sino también de lo social y económico. La política, por lo tanto, no es más que guerra transferida a la ciudad, pólemos convertido en stásis.
En los Escritos históricos y políticos, esta vez en “Meditación sobre la obediencia y la libertad”, 1934-1938 (Proyecto de artículo), podemos leer las siguientes afirmaciones: “La noción de fuerza, y no la de necesidad, constituye la clave que permite leer los fenómenos sociales”. Y unas líneas más abajo:
El espíritu humano es increíblemente flexible, pronto a imitar, pronto a plegarse a las circunstancias exteriores. Aquel que obedece, aquel cuyos movimientos, penas y placeres están determinados por la palabra de otro, se siente inferior no por accidente, sino por naturaleza. En el extremo contrario de la escala, el otro se siente igualmente superior, y esas dos ilusiones se refuerzan una a otras”.
Aquí sigue presente el discurso de la fuerza, sus procedimientos y efectos, pero debe señalarse que “Alimentar el sentimiento de impotencia es el primer artículo de una política hábil por parte de los amos”. Es decir, quienes crean poseer a las fuerzas y sientan por ello la posibilidad de avanzar en un espacio sin resistencia se equivocan. Nadie posee la fuerza, el ejercicio de ella es una ilusión. “quien mata, matará (…) quien mata, será muerto”. Es decir, el hombre se limita a sufrir la fuerza, nunca la domina, sea cual fuere su condición.
Siguiendo a Roberto Esposito[33], afirmamos nuevamente que Simone Weil es una pensadora de lo impolítico en tanto inversión del absoluto realismo político que se evidencia en las citas propuestas. La doble mirada, o mejor, la doble perspectiva que se abre a la misma mirada, es la que nunca percibe separadamente la fuerza de la ausencia que ella llena. Lo que cuenta es esta doble perspectiva en la que la armonía no es lo contrario, sino la contra-cara, de la contienda: “el ritmo que la mide en sus movimientos alternativos”.
Sin embargo, esto no suaviza en absoluto la aspereza del choque representado. Cada acción –como cada contra-acción- está sujeta al impulso incontrolado, no sabe de su fuerza ni de las consecuencias o los daños irreparables que descarga sobre las victimas. Como ya se dijo, no hay remedio para la herida. En Weil se trata siempre de lo que es, de la noche más oscura, del dolor insostenible, de la desgracia irreparable.
Pero esta guerra, este choque de fuerzas, es también noción fundamental para la política ya que de ella emanan también las vidas, conformando una comunidad del dolor (no por la identidad de un dolor en común). Dicho de otro modo, los hombres estarán siempre divididos por las fuerzas, pero por ello mismo estarán siempre unidos por el dolor que estas generan. Como dice Esposito: “Si la batalla “choca” y “enfrenta”, sólo la sangre funde y une en una “comunidad”.
Como ya sabemos, la escritura de Weil se inscribe en el marco de la contienda mundial, y es por ello que podemos preguntarnos en esta misma línea si la guerra es interna o externa a la esfera de la política o del poder, o si nace de su carencia o de su exceso. Si bien para Weil las formas que el estado totalitario asume en su tiempo son inéditas en lo referente a los instrumentos y objetivos, no lo es en cuanto a la lógica en su conjunto. Es exactamente igual a la que ha causado todas las destrucciones en masa, sea de la época clásica como de la moderna. Para referirse a la historia antigua, Weil toma el ejemplo de imperio romano; para la historia moderna, se apoya en las reflexiones sobre el imperialismo francés.
Así, podemos afirmar que la ideología totalitaria adopta una clara vocación regeneradora. Desarraigando las ideas y los valores tradicionales e inyectando en su lugar ideas y valores de la ideología revolucionaria logra su resultado: la producción de un hombre nuevo, que ha roto con su tradición cultural de un modo tan radical que su misma identidad personal está alterada.
Tal como lo lee Weil, el dominio no es fundamentalmente distinto del poder, de modo que no se trata de buscar un momento prístino en la historia al que retornar; sino leer la misma historia desde su lado oculto. No se trata de reconstruir el espacio desvastado de la política, se trata de dejar al descubierto el alma “impolítica”. Es por ello que, si es imposible poner fin a la batalla, sólo resta asumirla como una contradicción insuperable en nuestro interior.

El anti-estatalismo y la crítica a los partidos políticos

La conexión entre violencia y desarraigo es analizada por Weil en las semejanzas entre los modelos totalitarios del Imperio romano y la Alemania nazi. Nuestra autora intenta demostrar que los horrores del nazismo son en gran medida los resultados de la concepción estatalista moderna, heredada de la mentalidad imperialista de Roma.
En su afán por señalar el proceso de unificación, Weil no aprecia el paso del estado absoluto al estado de derecho ya que considera que éste ha degenerado en uniformización, y ha borrado toda diversidad y convertido la centralización en un centralismo extremo.
De este modo, contraponer las nociones de patria y estado es la expresión del deseo -presente en toda la trayectoria de nuestra autora- de restablecer el predominio del pueblo sobre la formación jurídico-política estatal, a través de la revitalización de las diversas comunidades humanas. El arraigo se inspira en la idea de que la comunidad cultural y social de origen influye decisivamente en la singularidad de cada ser humano. Esta idea, ligada a la de pluralidad lingüística y a la de reivindicación del pasado, contrasta con la filosofía de la Ilustración y su ideal de universalismo abstracto y cosmopolitismo uniformador.
Estamos, entonces, frente a una pensadora que tiene como interlocutores ya sea a la izquierda francesa y a los estados totalitarios, como así también a los partidos políticos en general.
Su opción sindicalista respondía a una desconfianza hacia los partidos políticos, desconfianza que va confirmando a lo largo de su vida. En este punto Rousseau es rescatado por ella como la excepción dentro de las concepciones voluntaristas del Estado-nación: Rousseau trabaja con el concepto de voluntad general, con el mutuo consentimiento por el que se articula la soberanía popular, se superan los intereses particulares y se constituye sobre un fundamento socio-cultural que no puede ser instrumentalizado.
De este modo, podemos entender rápidamente que nuestra autora se apoye en la concepción rousseaniana, en sus formulaciones del contrato social, para rebajar la tarea de los partidos políticos y presentarlos como quienes están a la mera búsqueda del poder para que el sector por ellos representado convierta a la nación en un instrumento al servicio de sus propios intereses, tarea incompatible con la noción de voluntad general, identificada con el bien colectivo. Weil dirá que el ideal republicano procede enteramente de la noción de voluntad general de Rousseau, y para ello explicará dos presupuestos:
1) La razón elige la justicia y la utilidad inocente y todo crimen tiene por movilidad la pasión;
2) La razón es idéntica en todos los hombres, mientras que lo que diferencia a los hombres son las pasiones.
De esto se desprende que si sobre un problema general cada uno reflexiona sólo y expresa una opinión, esta opinión será coincidente con la de los demás en la parte justa y razonable y se diferenciará en las injusticias y los errores. Sólo mediante un razonamiento de este tipo se entiende que el consenso universal exprese la verdad, ya que la verdad es una y la justicia también es una, mientras que los errores y las injusticias son infinitamente variados.
La voluntad general puede ser aceptada como el criterio legitimador de las decisiones de una comunidad siempre que las condiciones sean que, por un lado, en el momento en el que el pueblo toma conciencia de sus deseos y los expresa, esos deseos no estén manchados de ninguna pasión colectiva y que, por el otro, el pueblo pueda expresar su voluntad con respecto a los problemas de la vida pública y no se limite solamente a elegir a sus representantes. Es por esto que los partidos políticos deben desaparecer para que la voluntad de pueblo sea manifestada conforme a justicia.
La supresión de los partidos políticos no basta para acabar con el predominio de “lo social” y sus efectos opresivos. Su propuesta gira en torno a la conveniencia de la elección directa de los representantes políticos.

Necesidad – Obligación

En esta misma línea, otra de las tesis centrales de Weil podría resumirse en la idea de que cada necesidad humana genera una obligación incondicionada y universal que la Asamblea de legisladores debe reconocer, describir y prescribir a través de leyes que se justifican por su adecuación a estas necesidades. A modo de síntesis transcribiremos un texto de “Estudio para una declaración de las obligaciones respecto al ser humano”[34]:
La obligación tiene por objeto las necesidades terrestres del alma y del cuerpo de los seres humanos cualesquiera sean. A cada necesidad responde una obligación … Quien tiene su atención y su amor vueltos hacia la realidad extraña al mundo reconoce al mismo tiempo que está obligado, en la vida pública y privada, por la única y perpetua obligación de remediar, según sus responsabilidades y en la medida de su poder, todas las privaciones del alma y del cuerpo susceptibles de destruir o de mutilar la vida terrestre de un ser humano sea el que sea … Ningún tipo de circunstancias sustrae nunca a nadie de esta obligación universal[35]
La noción de obligación es equiparable a la noción de deber, mientras la noción de derecho se considera subordinada y relativa, pues un derecho no es eficaz por sí mismo, sino únicamente por la obligación que corresponde.
La insistencia de Weil en la primacía del deber, y el que conecte obligación o deber a necesidad y no a derecho, contiene un significado importante que debe vincularse a la idea de superar la constante apelación a los términos derecho, democracia o persona, para atender a otros como verdad, justicia, bien y amor.
Con esto se hace hincapié en uno de los elementos centrales de su pensamiento: la exigencia de salir de uno mismo para mirar la realidad desde la perspectiva del otro, que adquiere primacía absoluta ante el yo. La atención a los que sufren, a los que carecen de la palabra para expresar su condición, que es la auténtica condición humana, define con carácter global la obligación. El alcance de los diversos deberes depende de las distintas necesidades del hombre que le llevan a gritar: “¿por qué se me hace mal?” como única pregunta capaz de emerger ante la ausencia de todo tipo de respuesta a su indigencia:
Es pues una obligación eterna hacia el ser humano no dejarle padecer hambre habiendo ocasión de socorrerlo. Siendo esta obligación la más evidente, debe servir de modelo para hacer la lista de los derechos eternos para con todos los seres humanos. Para establecer rigurosamente esta lista debe procederse desde el primer ejemplo por vía de analogía. En consecuencia, la lista de obligaciones hacia el ser humano debe corresponder a la lista de las necesidades humanas vitales, análogas al hambre[36]”.
Las necesidades vitales no aluden exclusivamente a la “vida física” del ser humano, sino también a la “vida moral”, y de ahí que el arraigo se haya definido como una auténtica necesidad. Los alimentos espirituales del alma humana son tan indispensables para la vida como los del cuerpo.
Para intentar cerrar la idea, podríamos arriesgar que las necesidades vitales son aquellas que reclaman el grado de atención indispensable para callar el grito: “¿Por qué se me hace mal?” que surge en una situación en que la propia aspiración del ser humano al Bien se ve alterada. El “objeto” de la obligación es siempre el ser humano en cuanto tal, por el sólo hecho de ser un ser humano, ya que el fundamento último de dicha obligación se encuentra en el carácter sagrado del hombre.
A la pregunta “¿Por qué se me hace mal?” se responde a través de la “caridad” (entendida como sinónimo de justicia), mientras a la pregunta “¿por qué el otro tiene más que yo?” se responde a través del derecho. La ley de la caridad supera las dimensiones de la ley escrita positiva, porque implica un exceso de amor y recibe su sentido de las necesidades concretas siempre únicas del otro. Para Weil, la caridad, en cuanto equivalente de la justicia, es la instancia de legitimidad de cualquier otro orden normativo que pretenda su justificación “más allá de la fuerza” con que de hecho pueda imponerse.
En otros términos, la justicia –equiparada a la caridad- funda sus exigencias en la presencia del otro como un ser necesitado, provisto en su indigencia de una potencialidad transformadora.
Aquí hay un paso de planos: de los criterios jurídicos a los criterios morales sólo es posible pasar a través de la identificación justicia-caridad. El tipo de problemas a los que atiende el Derecho es distinto del tipo de problemas a los que atiende la “caridad obligatoria”; el Derecho pertenece al terreno de lo relativo, que no debe ser eliminado del plano intermedio que le corresponde, pero tampoco puede ser visto como una respuesta a las demandas más vitales del hombre, a las exigencias humanas verdaderamente radicales y acuciantes. La preocupación de nuestra autora por este tipo de problemas, su deseo constante de estar al lado del indigente y del oprimido, le llevan indefectiblemente a buscar fórmulas para salir de la cómoda doble moral - pública y privada- con la que se puede vivir tranquilo mientras hay alrededor un panorama de hambre, tristeza, soledad, enfermedad, explotación y miseria.
Conclusión:
El por qué del breve recorrido realizado en este artículo se debe a dos cuestiones: por un lado, un pensamiento profundo, en el que se mezclan los planos –como lo hemos dicho a lo largo de todo el texto- místico y político y dan lugar a un pensamiento radical y original que –creemos- modificará el léxico político contemporáneo.
En este sentido, Roberto Esposito[37], a partir del análisis de la obra de Weil y de la potencia preformativa de la tradición jurídica, sostiene que nuestra autora ya observó nítidamente el nexo soberano entre derecho y persona. Lo que Esposito lee en Weil es la denuncia del carácter particular y privativo del derecho. Es decir, para que el derecho tenga sentido, y se distinga de un mero hecho, es necesario que proteja a una determinada categoría de personas y las separe del resto. Hecho esto, los sujetos del derecho son los que pertenecen a cierto orden social, político y racial, y el derecho termina coincidiendo con la línea de separación entre estos privilegiados y quienes no lo son. Pero, como lo indica Esposito, esto entra dentro de la deconstrucción de un paradigma que cuadra con la definición y la denuncia de discriminación.
Sin embargo, el mayor mérito de Weil no reside en ello, sino en la apertura de un discurso político potencialmente alternativo. En “La persona y lo sagrado” sostiene:
Aquello que es sagrado, dista mucho de ser la persona, es, por lo tanto, lo impersonal de un ser humano. Todo aquello que sea impersonal en el hombre es sagrado, y solamente ello[38]”.
Como sostiene Esposito, sólo aquello del hombre que es impersonal se corresponde con la justicia; que, como vimos, está separado radicalmente del derecho, que se corresponde con el discurso de la persona.
La exigencia de Weil de invertir el particularismo de la forma jurídica en la figura de la “justicia caritativa” alude directamente a la intención de establecer la primacía de las obligaciones frente los derechos: la obligación de cada uno, sumada a la de los otros, corresponde al derecho de toda la comunidad. Solo la comunidad (pensada en su forma más radical) puede reconstruir la relación entre derecho y hombre que se ha visto interferida por el discurso de la persona:
A todos aquellos que han sido penetrados por la esfera de lo impersonal les cabe la responsabilidad hacia todos los seres humanos. La de proteger en ellos, no a la persona, sino a todo aquello que la persona encierra como frágil posibilidad de pasaje hacia lo impersonal[39]”.
Por otro lado, parte de la motivación para escribir el presente artículo tiene que ver con la sugerencia weiliana del pensar situados en nuestra propia tierra, America Latina específicamente. Es por ello que no podemos evitar tomar en cuenta las reflexiones sobre el colonialismo, la situación de la pobreza, y de la desgracia que aquí se vive. Así como tampoco el llamado a no ser más indiferentes frente a la indigencia, las reflexiones acerca de cómo no sólo es responsabilidad de los gobernantes, o los “cabecillas”, sino también de la sociedad toda que permite que esta realidad se haya instalado desde siempre en nuestras tierras y se perpetúe. Las reflexiones que se abren en este punto giran entorno a cuál es el lugar del colonialismo hoy en día: ¿habrá sido la llamada globalización que se impone y oprime a los localismos?, ¿será que algunos prefieren la uniformización de los habitantes de las tierras, aún a costa de la muerte, el hambre y la miseria de muchos?, ¿quiénes prefieren la uniformización? ¿sólo los extranjeros?
La defensa del arraigo, entendida como una necesidad natural del hombre, es la defensa de nuestros pueblos sometidos a los avatares de las dominaciones y de las imposiciones que no han cesado. Es por ello que, se cree, leer los conceptos de “desgracia” y de “arraigo” es la posibilidad de la apertura a una nueva grilla de análisis. Simone Weil, y el recorrido interpretativo que podamos hacer de su obra, constituye una de las lecturas más inteligentes de los sucesos contemporáneos.
Constanza Serratore.

[1] En este caso nos estamos refiriendo, por ejemplo, a su particular posición acerca de diversos momentos de la historia, como su visión de los griegos o de los romanos; como así también, a la relación original que establece entre la lectura de la Iliada de Homero, y su continuidad en Las Sagradas Escrituras, solo por mencionar algunas de sus posiciones.
[2] WEIL, Simone, Quaderni, II, pp. 263, Adelphi, Milano, 1985. La traducción al español es propia.
[3] WEIL, Simone, Quaderni, II, pp. 207, Adelphi, Milano, 1985. La traducción al español es propia.
[4] Véase Esposito Roberto, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil, pp. 64-65, Barcelona, Paidós Studio, 1999.
[5] WEIL, Simone, Quaderni, III, pp. 42, Adelphi, Milano, 1988. La traducción al español es propia.
[6] WEIL, Simone,Quaderni, III, pp. 68, Adelphi, Milano, 1988. La traducción al español es propia.
[7] WEIL, Simone, A la espera de Dios, pp. 90, Madrid, Trotta, 1996.
[8] WEIL, Simone,Quaderni, IV, pp. 149, Adelphi, Milano, 1993. La traducción al español es propia.
[9] Véase Esposito Roberto, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil, pp. 66, Barcelona, Paidós Studio, 1999.
[10] Véase Esposito Roberto, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil, pp. 63, Barcelona, Paidós Studio, 1999.
[11] WEIL, Simone, Quaderni, IV, pp. 240, Adelphi, Milano, 1993. La traducción al español es propia.
[12] WEIL, Simone, Quaderni, II, pp. 95, Adelphi, Milano, 1985. La traducción al español es propia.
[13] WEIL, Simone, La fuente griega, pp. 116, Ed. Trotta, Madrid, 2005
[14] Recuerdense las palabras de Cristo: “Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”, Mt 26,46 en las que reconoce a Dios en la ausencia.
[15] WEIL, Simone, Quaderni, II, pp.153, Adelphi, Milano, 1985. La traducción al español es propia.
[16] ESPOSITO, R, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil?, “Nada”, pp. 69
[17] WEIL, Simone, Quaderni, IV, pp. 248, Adelphi, Milano, 1993. La traducción al español es propia.
[18] Emilia Bea Pérez, Simone Weil: la memoria de los oprimidos, pp. 208, Encuentro, Madrid, 1992.
[19] WEIL, Simone, La fuente griega, ed. Trotta, Madrid, 1995.
[20] PEREZ, Emilia Bea, Simone Weil: la memoria de los oprimidos, pp. 220, Ed. Encuentro, Madrid, 1992.
[21] Este texto se encuentra publicado en Pensamientos desordenados, pp. 85-105, Ed. Trotta, Madrid, 1995, y en A la espera de Dios, pp. 98-121, Ed. Trotta, Madrid, 1993.
[22] WEIL, Simone, Pensamientos desordenados, Ed. Trotta, Madrid, 1995
[23] WEIL, Simone, Pensamientos desordenados, Ed. Trotta, Madrid 1995.
[24] WEIL, Simone, Escritos de Londres y últimas cartas, Ed. Trotta, Madrid, 2000.
[25] WEIL, Simone, La persona e il sacro en Oltre la politica. Antologia del pensiero impolitico, a cura di R. Esposito, 1996.
[26] WEIL, Simone, Escritos de Londres y últimas cartas, pp. 91-92, ed. Trotta, Madrid, 2000.
[27] WEIL, Simone, Escritos de Londres y últimas cartas, pp. 77, ed. Trotta, Madrid, 2000.
[28] La"Exposition internationale coloniale" (Exposición Internacional Colonial) fue una de seis esposiciones coloniales celebradas en París durante el año 1931.
[29] WEIL, Simone, Ecrits historiques et politiques, en Ouvres Complétes, II, 3, “Qui est coupables des meneès antifrancaise?, pp. 339-340, 1989.
[30] WEIL, Simone, L´enracinement. Prélude à une declaration des devoirs envers l´etre humain, pp. 57, París, Gallimard, 1949.
[31] Simone Weil, Escritos de Londres y últimas cartas, “¿Estamos luchando por la justicia?, pp. 48, Ed. Trotta, Madrid, 2007.
[32] WEIL Simone, Escritos históricos y politicos, “Meditación sobre la obediencia y la libertad”, pp. 114, Ed. Trotta, Madrid, 2007.
[33] ESPOSITO Roberto, El origen de la política. ¿Hannah Arendt o Simone Weil?, “En común”, pp. 82, Paidós Studio, Barcelona, 1999.
[34] WEIL, Escritos de Londres y últimas cartas, Ed. Trotta, Madrid, 2000.
[35] WEIL, Simone, La persona e il sacro en Oltre la politica. Antologia del pensiero impolitico, pp. 62, a cura di R. Esposito, 1996.
[36] WEIL, Simone, La persona e il sacro en Oltre la politica. Antologia del pensiero impolitico, a cura di R. Esposito, 1996.
[37] ESPOSITO, Roberto, Terza persona. Politica della vita e filosofia dell´impersonale, “Persona, uomo, cosa”, pp. 122-123, Einaudi, Torino, 2007.
[38] WEIL, Simone, La persona e il sacro en Oltre la politica. Antologia del pensiero impolitico, pp. 76, a cura di R. Esposito, 1996. La traducción al español es propia.
[39] WEIL, Simone, La persona e il sacro en Oltre la politica. Antologia del pensiero impolitico, pp. 72, a cura di R. Esposito, 1996. La traducción al español es propia.

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