Angelus Novus

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Walter Benjamin, Tesis IX

viernes, 9 de enero de 2015

“Autoinmunidad: El cuerpo se defiende de sí mismo”

Por Constanza Serratore

Mucho se habla acerca de la inmunidad. Sabemos que es un término polisemántico que se aplica tanto a la noción de la inmunidad médica, como a la de los programas de informática desarrollados para protegernos de los virus o a la idea de inmunidad diplomática o política.  
En el lenguaje de la filosofía política, la categoría de ‘inmunidad’ refiere tanto a la protección como a la negación de la vida. La ambivalencia semántica del término fue rastreada en profundidad en Immunitas (2002) por Roberto Esposito, filósofo italiano contemporáneo que fue parte de los debates filosófico/políticos de los últimos 30 años.
Para el autor, la categoría de inmunidad es la clave hermenéutica de la modernidad. Pero, a diferencia de otros paradigmas de interpretación, la ‘inmunización’ permite atravesar distintos lenguajes particulares (médico, jurídico, etc.) y conducirlos a un mismo horizonte de sentido. Es decir, desde la modernidad a nuestros días, todos los esfuerzos tienden a la protección de la vida (individual o colectiva), aún corriendo el riesgo de que las barreras inmunitarias terminen negando la vida misma.
La inmunidad tiene un pliegue interno: no es lo mismo la inmunidad innata que la adquirida. Si la primera refiere a cierta pasividad en la protección de los cuerpos, la segunda supone la incorporación de dosis no letales del mal del que se busca salvar. En términos médicos, sería el pasaje de la inmunidad natural al de la vacunación surgido con R. Koch y L. Pasteur en el que se supone que la inoculación de la bacteria que produce el mal es lo que salva. Una dosis no letal de muerte para la conservación de la vida.
Pero, ¿qué es lo que protege o niega la inmunidad? La inmunidad se refiere al cuerpo. El cuerpo es el confín dentro del que se desarrolla la vida, es el límite. Muerto el cuerpo, no hay más vida. Por ello, no puede pensarse la vida sin la muerte, ni la comunidad sin la inmunidad: son polos que suponen mutuamente en un movimiento de oscilación pendular.
En términos políticos, no hay comunidad sin algún tipo de inmunidad. Por ejemplo, el aparato jurídico de las sociedades contemporáneas es el dispositivo inmunitario que protege las vidas de los particulares y de los estados. Sin embargo, como ya dije, al mismo tiempo que protege, niega.
Pues bien, ¿qué sucede cuando el sistema inmunológico es alterado? Se corren dos riesgos. Uno es el del contagio, término que recorre todos los lenguajes modernos: los virus informáticos proliferan, las células terroristas asustan porque se teme el contagio, los individuos nos vacunamos preventivamente. La apoteosis del contagio es la inmunodeficiencia, es decir, cuando el sistema pierde actividad y es expuesto a infecciones recurrentes que ponen en riesgo la vida.
El otro riesgo es el de la hiperactividad del sistema, es decir, las enfermedades autoinmunes que atacan los tejidos ‘normales’ como si fueran organismos extraños. En este caso, el sistema inmunitario falla en su capacidad de distinguir adecuadamente lo propio de lo extraño y ataca su propio organismo. Un ejemplo de esta enfermedad es la esclerosis múltiple, que consiste en la aparición de lesiones del sistema nervioso central. Aunque se desconocen las causas, lo cierto es que están involucrados diversos mecanismos autoinmunes que alteran el funcionamiento de la barrera hematoencefálica que se encuentra entre el sistema nervioso central y la sangre causando problemas en las paredes de los vasos sanguíneos. Esta alteración hace que las células T (que coordinan la respuesta inmune celular) ataquen al propio sistema nervioso.
Estas enfermedades llevan en sí misma la máxima paradoja: no se trata de la disminución de las defensas, sino de un exceso vuelto contra sí mismo. Es decir, se dañan a sí mismas en su intención de herir al enemigo, lo que en el discurso bélico podrían ser los ‘daños colaterales’ provocados por la falta de precisión del uso de la defensa. Pero también se trata de una forma disolutiva del propio cuerpo, ya no remisible a una guerra con un enemigo externo, sino alguna forma de guerra civil.
Lo que horroriza de este exceso defensivo que termina volcándose contra el propio cuerpo es la falta de un enemigo externo. No se trata de una guerra tradicional, en el sentido de un pólemos con dos enemigos contrapuestos, sino de un stásis, una fuerza sublevada contra su propia substancia que es capaz de aniquilar todo lo que rodea, inclusive a sí misma. El resultado de este enfrentamiento no es la victoria de alguna de las partes, sino la anarquía, la proliferación irrefrenable del disenso interno.
Aún así, el elemento más relevante de las enfermedades autoinmunes y sus paralelismos con la stásis reside en que el sistema inmunitario procede oponiéndose a todo lo que reconoce, y para reconocer lo otro de sí primero debe reconocerse. Por lo tanto, lo que habría que explicar no es por qué a veces se agrede a sí mismo, sino por qué hay veces que no lo hace. Es decir, hay que explicar la ausencia de autoinmunidad porque la revuelta destructiva de un sistema contra sí mismo es el impulso natural de su función. ¿Acaso el término phármakon no indica al mismo tiempo veneno y remedio?

La dialéctica inmunitaria, como dije al comienzo, es la incorporación de lo negativo; su función autoinmunitaria es el redoblamiento de su fuerza, es la confirmación y la radicalización de que todo será destruido, inclusive el cuerpo que se autodefiende.  

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