Por Constanza Serratore
Mucho se habla acerca de la inmunidad. Sabemos que es un término
polisemántico que se aplica tanto a la noción de la inmunidad médica, como a la
de los programas de informática desarrollados para protegernos de los virus o a
la idea de inmunidad diplomática o política.
En el lenguaje de la filosofía política, la categoría de ‘inmunidad’
refiere tanto a la protección como a la negación de la vida. La ambivalencia
semántica del término fue rastreada en profundidad en Immunitas (2002) por Roberto Esposito, filósofo italiano
contemporáneo que fue parte de los debates filosófico/políticos de los últimos
30 años.
Para el autor, la categoría de inmunidad es la clave hermenéutica de
la modernidad. Pero, a diferencia de otros paradigmas de interpretación, la
‘inmunización’ permite atravesar distintos lenguajes particulares (médico,
jurídico, etc.) y conducirlos a un mismo horizonte de sentido. Es decir, desde
la modernidad a nuestros días, todos los esfuerzos tienden a la protección de
la vida (individual o colectiva), aún corriendo el riesgo de que las barreras
inmunitarias terminen negando la vida misma.
La inmunidad tiene un pliegue interno: no es lo mismo la inmunidad innata
que la adquirida. Si la primera refiere a cierta pasividad en la protección de
los cuerpos, la segunda supone la incorporación de dosis no letales del mal del
que se busca salvar. En términos médicos, sería el pasaje de la inmunidad
natural al de la vacunación surgido con R. Koch y L. Pasteur en el que se
supone que la inoculación de la bacteria que produce el mal es lo que salva.
Una dosis no letal de muerte para la conservación de la vida.
Pero, ¿qué es lo que protege o niega la inmunidad? La inmunidad se
refiere al cuerpo. El cuerpo es el confín dentro del que se desarrolla la vida,
es el límite. Muerto el cuerpo, no hay más vida. Por ello, no puede pensarse la
vida sin la muerte, ni la comunidad sin la inmunidad: son polos que suponen
mutuamente en un movimiento de oscilación pendular.
En términos políticos, no hay comunidad sin algún tipo de inmunidad.
Por ejemplo, el aparato jurídico de las sociedades contemporáneas es el
dispositivo inmunitario que protege las vidas de los particulares y de los estados.
Sin embargo, como ya dije, al mismo tiempo que protege, niega.
Pues bien, ¿qué sucede cuando el sistema inmunológico es alterado? Se
corren dos riesgos. Uno es el del contagio, término que recorre todos los
lenguajes modernos: los virus informáticos proliferan, las células terroristas
asustan porque se teme el contagio, los individuos nos vacunamos
preventivamente. La apoteosis del contagio es la inmunodeficiencia, es decir,
cuando el sistema pierde actividad y es expuesto a infecciones recurrentes que
ponen en riesgo la vida.
El otro riesgo es el de la hiperactividad del sistema, es decir, las
enfermedades autoinmunes que atacan los tejidos ‘normales’ como si fueran
organismos extraños. En este caso, el sistema inmunitario falla en su capacidad
de distinguir adecuadamente lo propio de lo extraño y ataca su propio
organismo. Un ejemplo de esta enfermedad es la esclerosis múltiple, que
consiste en la aparición de lesiones del sistema nervioso central. Aunque se
desconocen las causas, lo cierto es que están involucrados diversos mecanismos
autoinmunes que alteran el funcionamiento de la barrera hematoencefálica que se
encuentra entre el sistema nervioso central y la sangre causando problemas en
las paredes de los vasos sanguíneos. Esta alteración hace que las células T (que
coordinan la respuesta inmune celular) ataquen al propio sistema nervioso.
Estas enfermedades llevan en sí misma la máxima paradoja: no se trata
de la disminución de las defensas, sino de un exceso vuelto contra sí mismo. Es
decir, se dañan a sí mismas en su intención de herir al enemigo, lo que en el
discurso bélico podrían ser los ‘daños colaterales’ provocados por la falta de
precisión del uso de la defensa. Pero también se trata de una forma disolutiva
del propio cuerpo, ya no remisible a una guerra con un enemigo externo, sino
alguna forma de guerra civil.
Lo que horroriza de este exceso defensivo que termina volcándose
contra el propio cuerpo es la falta de un enemigo externo. No se trata de una
guerra tradicional, en el sentido de un pólemos
con dos enemigos contrapuestos, sino
de un stásis, una fuerza sublevada
contra su propia substancia que es capaz de aniquilar todo lo que rodea,
inclusive a sí misma. El resultado de este enfrentamiento no es la victoria de
alguna de las partes, sino la anarquía, la proliferación irrefrenable del
disenso interno.
Aún así, el elemento más relevante de las enfermedades autoinmunes y
sus paralelismos con la stásis reside
en que el sistema inmunitario procede oponiéndose a todo lo que reconoce, y
para reconocer lo otro de sí primero debe reconocerse. Por lo tanto, lo que
habría que explicar no es por qué a veces se agrede a sí mismo, sino por qué
hay veces que no lo hace. Es decir, hay que explicar la ausencia de
autoinmunidad porque la revuelta destructiva de un sistema contra sí mismo es
el impulso natural de su función. ¿Acaso el término phármakon no indica al mismo tiempo veneno y remedio?
La dialéctica inmunitaria, como dije al comienzo, es la incorporación
de lo negativo; su función autoinmunitaria es el redoblamiento de su fuerza, es
la confirmación y la radicalización de que todo será destruido, inclusive el
cuerpo que se autodefiende.
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