Por Constanza Serratore
(29 de mayo de 2013)
Cómo nos hemos
convertido en un país en el que los lázaros, los rudis, los fariñas, andan
libremente exhibiendo sus autos – como metáfora de las tantas cosas de las que
hacen gala- y nadie les pregunta cómo cuernos los han comprado. Cómo nos hemos
convertido en el país en el que los mediocres llevan la batuta y los que nos
importa un poquito la “cosa pública” terminamos cayendo en el paradigma del
dinero mal habido, inspirados por cualquier delincuente y deseando valores para
los que no nos fuimos preparando a lo largo de nuestras vidas.
En otros términos,
cómo y por qué aparecieron estos tipejos y se han convertido en los que fijan
la agenda política, ética y estética de un país como el nuestro. Pero, y más
importante aún, cómo y por qué nosotros nos maravillamos de sus cosas, nos
arrodillamos ante su poder y los endiosamos. ¿Por qué respetar a quién no
respeta?, ¿es el respeto la cuestión de fondo? Creo que la respuesta es
ambigua. Desde una perspectiva, es afirmativa. Esto se debe a que hemos dejado
que los mediocres, los tuertos, avancen tanto en las cosas más pequeñas (como
dejar pasar errores u omisiones porque consideramos que “está todo bien”) como
en las más importantes (corrupción, robo, asesinatos, persecuciones, censura,
ley anti-terrorismo, modificación express de la constitución, etc.).
Tal vez esto es así porque nosotros mismos
nos hemos perdido el respeto y, de este modo, el hecho de que cualquiera nos lo
falte no es “una gran cosa” –como dice mi abuela italiana-. Allí donde no
importa lo nuestro, queda abierto un gran espacio para que los que sí tienen
intereses que defender avancen y se planten.
Así, los mediocres de
hoy son como los judeocristianos de La
genealogía de la moral de Nietzsche. Hombres débiles, defectuosos, que por
sí mismos no hubieran jamás obtenido nada de respeto, pero que han visto el
desierto e, inteligentemente, subvirtieron los valores. Convirtieron la
corrupción en riqueza que debe ser mostrada, convirtieron la riqueza en El valor, convirtieron el mal gusto de
la posesión y la exhibición, lo que avergonzaba a mi abuelo y me avergüenza
también a mi, en algo positivo. Claro está, son la nueva élite. Cuántos tienen
acceso al dinero del Estado, cuántos negocian con el Ministro de Obras Públicas
o con la Ministro de Acción Social. Cuántos viajan con valijas llenas de dinero
o tienen acceso a “financieras”.
Pocos de nosotros,
los del llano, entramos alguna vez a una “financiera” y, por lo general, es para
cambiar los pocos pesos que pudimos ahorrar y comprar dólares o, peor, para
vender los pocos dólares que pudimos juntar y pagar con los pesos las deudas
que crecen producto de una inflación al mismo tiempo descontrolada y
desconocida por el poder de turno. Nosotros somos los oi poloi –decían los griegos-, los muchos, los más, pero aún siendo
los más bailamos al son de la élite
de turno.
Pero esto no es nuevo, siempre los muchos han
sido sometidos por la élite. La novedad reside en dos cuestiones. En primer
lugar, la sociedad está completamente dividida; en segundo lugar, este gobierno
pseudo-progresista se apoya en las mayorías electorales y desconoce a las
minorías y, por lo tanto gobierna como élite sin reconocerse como tal. En
efecto, lo propio de los gobiernos progresistas ha consistido siempre en el
apoyo o defensa de las minorías. Este avasallamiento del gobierno so pretexto
del 54% tiene más que ver con los gobiernos populistas que con los
progresistas, antigua discusión que podemos datar en la diferencia latina de
los términos plebs y populus.
Pero, vamos por partes. En relación con la
división de la sociedad, mucho hay para decir. Ciertamente la brecha está entre
nosotros, los que no estamos en el poder ni ejercemos ningún poder. No somos ni
gobierno ni grupos económicos. Entre nosotros se ha abierto una grieta casi
imposible de rellenar. Están los que defienden el modelo más allá de las cuestiones que se les pueda objetar. Estos
son los que llamaré “convencidos acríticos”. También estamos los que quedamos
absolutamente por fuera del modelo
porque somos “críticos convencidos” de que callando y cediendo ante el avance
de las élites no se construye democracia.
Pero esta cuestión de la división en la
sociedad me lleva a plantear algo más de fondo. En los últimos tiempos hemos
leído incansablemente el lema “volvió la política” que intenta significar que
gracias al matrimonio de gobierno se ha comprendido que la política no es
negociación ni diplomacia. Ciertamente esta afirmación esconde un problema de
fondo que, creo, es el gran problema de la década K. Sin necesidad de ponerme
técnica, puedo recordar el concepto de política de Carl Schmitt. No es una
novedad ni una originalidad traer a colación al jurista del nazismo para
entender al kirchnerismo, ya lo han hecho los teóricos de este modelo, Ernesto Laclau y su mujer,
Chantal Mouffe. Carl Schmitt entiende la política como el conflicto entre un
amigo y un enemigo. En este caso, el conflicto se dirime con la eliminación del
enemigo porque no hay lugar para la negociación o la diplomacia.
De este modo, el kirchnerismo enarbola un
concepto de política supuestamente alejado de la matriz liberal que se rige por
las medias tintas o los puntos medios. Pero la falacia reside justamente aquí,
en creer que la única manera de concebir la política como conflicto implica
necesariamente la eliminación del enemigo. Única justificación posible del
“Vamos por todo” de Cristina.
Mucho antes que Carl Schmitt, y que Laclau
por supuesto, Niccolò Machiavelli entendió la política como la lucha entre las
partes. Pero esta lucha no era a muerte. Se trata de una lucha en la que una
parte avanza sabiendo que la otra se retrae pero no desaparece; la parte
vencida aguarda el momento para hacer nuevamente su aparición. De este modo, no
hay eliminación del enemigo, y el vencedor lo sabe. Por eso a comienzos del Príncipe el consejo que se le da al
gobernante es acceder al principado y luego mantenerlo. La clave de la
política, a mi entender, está en la segunda parte del consejo. Sólo puede
pensarse la dificultad de mantener el poder si se está en la certeza de que aún
habiendo ganado, las partes vencidas pueden hacer una próxima jugada. Sólo una
cuestión más para agregar, las partes en disputa son siempre pares, recordemos
que Machiavelli –conocedor en extremo de la política y la historia romana-
elige el concepto de Príncipe (Primus
inter pares) para pensar en el gobernante de la Italia unida.
De todo esto, mucho saben muchos
intelectuales que apoyan al gobierno actual y, por supuesto, sus teóricos
Laclau y Mouffe. Sinceramente no se cuánto saben Cristina y sus acólitos. La
diferencia entre el concepto de política totalitaria de Schmitt y el realismo
político de Machiavelli salta a la vista. El alemán piensa en la eliminación
del disenso, es más, piensa en la eliminación del disidente. El italiano sabe
del disenso y desconfía de las negociaciones, pero también sabe que el vencedor
es tal por un pequeño momento de la historia. Saberse vencedor por un tiempo es
abonar a la democracia, eliminar al enemigo para ser el único es abonar al
totalitarismo. La pregunta sería, entonces, ¿por qué estamos más cerca del
alemán que del italiano?
En este punto,
tenemos que decir que la cuestión de fondo no es ética (en el sentido
tradicional del término) sino política. Política entendida como retórica, como
intercambio de pares que no se ponen necesariamente de acuerdo; política en
tanto se construye a través de la diferencia, gracias al disenso y para la
diversidad. Política entendida también como la posición ética que debemos
adoptar frente a nuestra actualidad. Como decía Foucault en su célebre ¿Qué es la ilustración? de 1984, se
trata del ethos en tanto actitud de
interrogación de nuestro presente. Una posición ética dentro de la pólis. De esto se trata la política, a
mi entender, por excelencia.
Entonces, ¿“volvió la
política”? No. Jamás estuvimos tan lejos de la política. Parafraseando
nuevamente a Foucault, digo que donde hay disenso encontramos la política, de lo contrario se trata de
obediencia.
Ya sabemos que el
partido de gobierno obedece al soberano porque le conviene. Obtiene cosas a
cambio. Este es el modo en el que nacen los rudis, los lázaros y los fariñas.
Pero ¿por qué parte de los oi poloi,
sin obtener nada a cambio, sostienen élites al poder que los dejan al margen de
las ganancias? En otros términos, ¿por qué partidos de pseudo izquierda como
los que lideran Sabatella o Heller apoyan un gobierno que tiene a Boudou como
vicepresidente? ¿Qué hay del progresismo en un partido que vota en el congreso
la ley anti-terrorismo?
Ensayo una respuesta, pero estoy segura de
que no es la única posible. A mi entender le ganó la ideología a la política.
Los que defienden este modelo siguen
una idea, de allí el término ideología. Podríamos comparar el concepto de
ideología que enceguece actualmente con el concepto de idolatría que denuncia
Agustín de Hipona cuando se da cuenta que lo peor que le puede pasar al
cristianismo es que los fieles sigan ídolos y adoren imágenes (sí, ya Agustín
entendió que le problema político reside en la adoración de los ídolos). Seguir
un ídolo, no importa si es a Cristo o a Cristina, nos libera de
responsabilidad. Ya no importa cuál es nuestra posición ética en la pólis, solo importa la posición de los
ídolos.
Pero aún no hemos
resuelto la cuestión que más llama la atención, y dudo que podamos resolverla
cabalmente. Aún así, vale la pena impostarla del siguiente modo: ¿por qué los críticos
convencidos cedemos ante el discurso del gobierno?, ¿por qué hemos perdido la
conciencia del poder que tenemos? No se por qué, pero sí se que tenemos poder
porque, como dicen Machiavelli y luego Foucault, el poder atraviesa las
relaciones. Todos podemos. Todos podemos algo. En nuestro caso, hemos perdido
de vista el verbo (poder) y no nos ponemos de acuerdo en el objeto (algo). Si
entendiéramos que el poder no es sumisión, es decir, aquello que se ejerce de
arriba hacia abajo, sino que es la forma en la que nos relacionamos los hombres,
seguramente no viviríamos en un reino de ciegos y no gobernaría el
defectuosísimo kirchnerismo.
Este texto es una
pequeña reflexión que intenta poner algo de luz a una preocupación de fondo que
quiero compartir porque en la soledad de mis palabras, se que no estoy
sola.